martes, 29 de mayo de 2012

NOCTURNOS

Primero

Cuando el silencio dirige las últimas maniobras de la tarde
tu presencia es necesaria como el sol para la tierra.
Por eso a los territorios reservados para las ceremonias
más íntimas, llevaré una mariposa, un vocablo otoñal,
la palabra que pronuncia tu nombre.


Segundo

Fue una noche donde el silencio impuso su maestría
sobre la palabra, fue una noche de pudores y de alas,
de valles y llanuras, de regiones húmedas, de ensangrentada luna.


Tercero

Poseerte no es la altura, es lo alto, no es lo alto, es la cima.
Poseerte no es la tierra, es el cielo y el mar,
no es el cielo ni el mar, es el azul del cielo y el azul del mar.


a Perla

VENUS


No es posible amar a una mujer
si no estamos seguros que es un desnudo de Botticelli,
y ella cuando se desnuda es un desnudo de Botticelli,
lo juro sobre la piedra sin pájaro,
sobre los libros impresos en papel biblia.

Ella surgió de la espuma del mar
desde una gran concha de madreperla
como la más bella de la diosas,
y los céfiros, suavemente, la depositaron en la Isla,
donde las estaciones coronadas de oro
la esperaban impacientes de alegría
y la vistieron con su traje de tul inacabable
y le adornaron los rubios cabellos con violetas,
para presentarla en el Olimpo,
ante la asamblea de los dioses.

Desde entonces la deseo como la desean los dioses del Olimpo.
Pero yo la poseo en mi lecho.
Yo la penetro como se penetra a una diosa,
sólo como se penetra a una diosa.

Ella abre sus piernas como abre sus piernas una diosa
para que yo la penetre y la penetre sólo como se penetra a una diosa.

La penetro y todo lo real es fantástico
y todo lo ficticio quimérico.

a Cecilia

POTNIA THERON



POTNIA THERON

Como Artemisa, con su carcaj cargado de flechas, vas tras tu presa. Nada te detiene. Ni una sudestada recamada en oro, ni un arca con mascarones de proa venidos de ultramar. Nada te detiene. Ni un automóvil abandonado, ni la rosa reflejada en el espejo, ni la nave que al puerto regresa, ni un horizonte de victoria que arde, ni el alba, ni el lugar donde lo invisible tiene su morada. Los videos juegos no son un impedimento. Los árboles que alzan sus ramas desnudas a la vera del camino, tampoco.


Señora de las fieras, potnia theron, ni la inhóspita belleza del Ischigualasto te detiene.


Nadie puede impedirte que corras tras tu presa con todas las armas que ocultás en tu corazón.


Todo es posible por el milagro de tu desnudez que te asemeja a esta ciudad que crece a orillas del Plata.


Tu desnudez, nacida bajo el signo de tauro, sirve para fabricar joyas, engarzar diamantes con piedras de verde cromo, llenar los estadios y expandir el universo, adquirir todos los bienes de mar, dar testimonio de las carpinterías del cielo, del transporte submarino, de las máquinas terrestres, del trigo.


Tu desnudez sirve para confrontar La Tablas de la Ley con las páginas de algún libro de hidromancia. Sirve para que te envidien las flores y los perfumes de las flores. Sirve para celebrar los desordenes de todos los sentidos.


Por eso nada puede detenerte, ni los cuadros de Magritte, ni la constelación boreal, ni los signos del zodiaco, ni las huestes de David con sus banderas desplegadas, ni mil bosques de arrayanes, ni una espada, ni un gentío vestido para una boda, las noches de Talampaya, tampoco.


Tu desnudez sirve para ordenar los utensilios del placer delante de Jehová, sirve para las mañanas y las tardes, y las altas horas de la noche, sirve para todas las alabanzas, las de tierra y las de mar, por eso nada puede detenerte, ni una casa de coral, ni un edificio que eleva su perfil en un paraje invernal, ni un ejército izando su bandera, ni cien nombres de tribus aborígenes, ni cuatro mil sacerdotisas con túnicas negras, los objetos de una tienda de quincallería, tampoco, tampoco los mármoles traídos de Carrara.


Desnuda sos como una lámina de oro bajo la luz de una lámpara, por eso nada puede detenerte cuando corres tras tu presa con el carcaj cargado de flechas, las ruinas de Pompeya no son un impedimento, las cartas de Tarot, tampoco, nada puede detenerte, ni los rostros de las tempestades, ni las mujeres de lenguaje numeroso, ni el Brujo Lunar, ni las razones de la Cábala, ni el Verbo, ni la rendición de Dios.

a Eugenia

GATICA



José María, fuiste barrio,
como un poema de Carriego,
fuiste Corrientes y Bouchard
y un cacho de Discepolín,
sí ¡fuiste tango!

No necesitabas el sábado
para llenar el ringside
y tu popular,
eras la noche de Buenos Aires
a mitad de semana,
a nadie le importaba madrugar,
eras la fiesta de los que no usan frac,
de los canillitas, que gracias a vos,
vendían más, eras la pizza y el fainá,
El Gráfico y el K. O. Mundial;
esas noches eran como el fútbol de los domingos
o como un Pellegrini o un Nacional,
eras la alegría de los pibes
que se subían al ring de Luna
a corear tu nombre,
ese grito de guerra,
esas ganas de vivir,
tus botitas celestes,
tu moño,
tu galera,
tu bastón,
tu bata
con los nombres
de Evita y Perón.

José María, me enseñaste tantas cosas…
Para mí sos como el fueye de Pichuco
O como un personaje de Godofredo…
¿Te acordás de Saráchaga y Moliere?
¿Cuándo te sentabas en el cordón de la vereda?
¿De tu perra de policía?
¿Del cine Vox?
¿De la feria de la calle Corro?
¿De tu vaturé?
¿Del rusito Palanike?
… El rusito Palanike…
Sabés, a vos te odiaban y te odian,
aquellos que lo único que saben es odiar.

¿Te acordás de los 17 de Octubre?

Bueno ¡vos fuiste y sos un cacho de 17 de Octubre!

SONETO

Quiero que seas mi ramera sagrada.
Quiero que seas como la ramera
de Gaza. De tu rubia cabellera
-paraíso salvaje o campanada-

quiero saber de mar y de cascada,
quiero saber de altura y primavera,
de horizonte infinito y hoguera,
quiero saber cómo es desnuda un hada;

tus dones de eximia salvajería
quiero celebrar con sabiduría
de amante. Entre las tallas de madera

votiva quiero que seas mi ramera:
en el bajel del amor, Afrodita,
concedeme esa gracia infinita

A MIGUEL HERNANDEZ

Pregunto por tu voz y pregunto por tu España: silencio.
Celdas de silencio, madrigueras de silencio,
guaridas, cárceles de silencio.


Miguel, tu oído está en el aire, en el agua,
en la cal, en la calentura de la tierra,
como tu canto y tu guitarra,
y yo me nutro de tu canto y tu guitarra.

Entre odas y sonetos, nanas de la cebolla,
entre un rayo que no cesa y un silbo vulnerado
la canción al esposo soldado
y ese eco de sangre y esa herramienta humillada
y ese fangal y ese polvo y ese calabozo
y este verdugo enlutando a España,
este maldecido y maldito modisto de la muerte,
esta bestia impura, este aborto,
siniestro pariente de la nada.
Miguel, estos inquisidores sin dudas y sin sueños,
trajeados de odio y sepultura y falsos rezos,
que sobornan y asesinan por monedas extranjeras,
son los mismos que condenaron a tu madre y tus hermanas
a un duro y áspero jornal;
aquellas campesinas españolas de pies y manos duras,
con cinturas de pesadilla y pechos agotados,
convertidas, entre el alba y el arroyo,
en lavanderas sin infancias;
vos las viste cosechar aceitunas,
hachar madera, amamantar,
las viste trillar centeno,
empuñar la hoz y la esteva,
andar y andar descalzas por las piedras,
las viste espigar rastrojos,
moliendo, amasando, pariendo,
las viste caminar por la nieve
con las espaldas dobladas
por el peso de la leña,
las viste remover la tierra
y blanquear las sábanas
silenciosas y resignadas
con sus cabezas cubiertas
por humildes pañuelos; sí
son los mismos que fusilaron a Federico,
los mismos que silencian tu canto y tu guitarra,
los atareados en su infierno,
las mismas botas y las mismas mitras,
esas eternas sumadoras de muerte.
Camarada, hoy, cinco de octubre
de mil novecientos sesenta y cuatro,
a las tres en punto de la tarde,
camino por tu tierra vestido y con zapatos,
por las calles deambulan el temor y la tristeza,
¡ay, cómo dolés Miguel, cómo dolés España!

A PABLO NERUDA

Soy el que te preguntó: cómo se te habla desde la oda
y te bauticé hermano del pan. Pedí silbar junto a tus rodillas
y te llamé alegría de vino, racimo de cordillera, levadura,
vaso de agua fresca en los hogares, y uní mi canto a tu canto.
Más acá de la muerte entona tu canción a la mesa servida,
al pubis de tu querida, al relámpago y al papel,
a los camaradas mineros y marineros,
y gritá tu furia de hombre justo,
gritá tu odio al chacal,
a los funestos mercenarios del infierno.
Camarada, hoy tenemos horror de aves negras.
Puro Chile, hoy tenemos tiranías de cenizas.
El alcohol y el caracol de tu poesía,
la sangre y los claveles, las piedras,
las hojas y los trenes minerales de Temuco,
el canto de tus pájaros como tus ríos,
tus amores y tus dolores
-los terribles meses de la madre España-,
el cobre y el carbón
por los descendidos túneles de la raza:
el corazón, la carne de nuestra América, asesinados,
ayer, esta mañana, hoy, ahora…
Oh dulce camarada, vos también te has muerto para no verte muerto:
fusiles contra el trigo, contra Isla Negra,
fusiles en tu casa de Santiago,
en las fábricas, en las calles,
en los patios con humilde ropa, tendida humildemente,
en las cocinas con sus olores de estatuas cotidianas,
en las mesas con sus vinos y sus panes,
en las mesas sin sus vinos y sin sus panes,
en el lecho de los amantes, ay,
fusiles contra tus agujeros y pájaros,
alcachofas, volcanes y espigas rojas,
fusiles contra tus arados y tus lilas, chacales,
chacales para Gabriela, para su simple y sencillo nombre
y más simple y sencillo oficio de maestra,
para tus lámparas enterradas y tu embriaguez de largos besos,
para tus pequeños infinitos,
para tus viajes y mis viajes, chacales,
para tu sangre y mi sangre,
para tu canto y mi canto, chacales,
para tu fuego y mi fuego,
para tu bandera y mi bandera,
para tu pueblo y mi pueblo, chacales,
¡oh varón trasandino, americano inmenso,
como entonces quiero escuchar Revolución por tu voz,
Libertad por tu voz, América por tu voz, Matilde,
para que los pueblos sepan que por nuestro continente
han pasado los hombres con su canto de amor
y su grito de amor y sus sueños de amor!

A BORGES

Vos que amabas a Dante y a Virgilio
con júbilo infinito, le cantaste
a mi Buenos Aires y la fundaste
en tu barrio, Palermo, domicilio

fraguado genialmente por tu verso,
que celebro y canto desde mi Villa
Luro, viejo suburbio de la orilla
del Maldonado, mítico universo

de poetas, fabuladores de historias,
que de algún modo son ciertas, como esa
de la luna o esa otra que atraviesa

l’Aqueronte. No todas son victorias
de la muerte, porque no es todo olvido.
Vos, de mi Buenos Aires, no te has ido.

NO AL SILENCIO (Plaqueta) ELEGIA PARA UNA MUJER AMERICANA


NO AL SILENCIO
(Plaqueta)



ELEGIA PARA UNA MUJER AMERICANA





“¡No hay grito más nutricio
ni salmo más preciado
que ese clamor de hombres
y mujeres de mi patria,
no hay himno más himno
que el canto de mi pueblo!”

Es la canción de la Amante
por boca de la Amante.

Es Ella, átomo y ciruela,
muchedumbre y primavera.

Hija desheredada de América.

La no reconocida.

La ilegítima.

Nieta de doña Petrona Nuñez
y don Joaquín Ibarguren,
nacida en Los Toldos,
hacia el sur del continente.
Todo aconteció de madrugada.
Mayo. La comadrona fue Juana,
de la tribu del cacique Coliqueo.
No hubo corchetes de oro
ni cortinas con cincuenta nudos
ni mesadas de ónix ni diademas,
tampoco hojas de naranjo para la parturienta,
ni siquiera un puñado de pétalos para la niña.

¿Cuánto desprecio sufriste?

¿Cuánto desprecio conocieron
tu madre y tus hermanas?

¿Cuántos pares de zapatos estrenaste?

¿Cómo eran tu cuaderno y tu goma de borrar?

¿Quién te dio el primer beso alumna enamorada?

Hecha para la revolución y el amor
supiste de la noche y la fatiga,
hecha para la pareja y para el joven,
para el pan, para la agricultura,
hecha para Chacabuco y Maipú,
para los matacos y la edad feliz,
para el Pilcomayo y el Paraná,
fuiste hecha para el membrillo,
la uva blanca, el maíz, la llanura
y el tomate, para el entusiasmo
y la alegría, para el trigo y la abundancia.

Fuiste hecha para las cuatro estaciones.

Para la más alta constelación,
para la más encumbrada constelación.

Fuiste hecha para Él, que te amó por tu ayer
y por tu hoy, por tu aquí y por tu allá,
por tu antes y tu ahora, fuiste hecha
para el deseo del día y de la noche,
para el deseo del más extenso día
y de la más extensa noche,
para los placeres diurnos y nocturnos,
para las más largas caricias,
para la seducción y la hora nupcial.

Fuiste hecha para establos y carpinterías,
fuiste hecha para todas las cosas:
para los cántaros de barro cocido
y las cacerolas de aluminio
y las agujas de tejer
y los utensilios de metal
y las herramientas de metal,

fuiste hecha para el azul de alfarería
y para la luna con pozos que llegaban hasta tu trenza,

fuiste hecha para las aparadoras
las empaquistas
los cerrajeros

y los atletas
y los rapsodas
y las hilanderas

para las casas habitadas
para las cosechas y el canto
¡para el más crecido canto!

Sí, es Ella, la Amante,
la rosa de Octubre,
la odiada,
la más odiada

la más desnuda de todas las mujeres

la perseguida más allá de su muerte.

Eva: exiliaron tu cadáver.

“¿Quiénes?”.

Las alimañas de siempre.
Los mercaderes del Templo.

Escupieron tu pelo.

Y con el mismo coraje
tu corazón y tu pubis.

Así lo decretaron los amanuenses.
Y las esposas de los amanuenses del odio.

Profanaron tu silenciosa hermosura,
el iris amarillo de tu sexo enmudecido.

Como si patearan a tu madre y a tus hermanas,
como si castigaran a tu pueblo:
te patearon con zapatos de cabritilla
y te castigaron con sus cinturones de víbora
y con sus anillos de oro
y con sus cadenas de oro
y con sus crucifijos de oro
y con sus alfileres de oro
y sus camisas de oro
y sus corbatas de oro

y vos, Eva María,
Eva Alfonsina,
Eva Azurduy
Eva compañera
Eva celeste y blanca
Eva americana

estabas sola

ferozmente sola

y bella, siempre bella

esplendorosamente hermosa y hermosamente bella

pero indefensa como una lámpara apagada…


Compañeros, más allá de la infamia, regresemos
a la canción de la Amante por boca de la Amante:

“¡No hay himno más preciado
ni salmo más nutricio
que ese clamor de hombres
y mujeres de mi patria,
no hay canto más canto
que el grito de mi pueblo!"


***


“Cuando una sociedad se entrega al servilismo material, cuando su juventud es llevada a una aventura donde el absurdo y la soberbia son los estandartes, la poesía no sólo tiene la misión, tiene el deber, la obligación de reconquistar la fe y la dignidad del hombre”. V. V.


LAS GUARDERÍAS DEL VIENTO

Esta página debe ser escrita
Esta historia debe ser contada.

No al silencio y no al olvido.

Los profundos ojos del viento
anuncian que hemos vuelto a morir:
en los vastos foros de la farsa
cancilleres con títulos atómicos,
otorgados en el Círculo Noveno,
humillaron, una vez más, la razón y la esperanza.

La guerra abrió el vientre de la patria:
el reino de la sangre, una vez más, avanza.

La guerra, ese hábito del hombre.
Únicamente del hombre.

Edad de jóvenes aniversarios nuestra edad.

Yo he visto lábaros
bordados por inocentes tejedoras en las plazas,
convertirse en imposibles delantales de luto.
Yo he visto, y ustedes también,
a mujeres y varones donar su única moneda.

Todos hemos visto.

¿Quiénes son los dueños de esta guerra?
¿Dónde están sus artífices clandestinos?
¿Esta infecunda noche a quién pertenece?

Y Dios, ¿dónde está?
¿O los osarios del sur no son osarios?

Dijimos no al silencio y no al olvido,
si Dios es silencio, no al silencio,
si Dios es olvido, no al olvido.

Este es el canto de los que partieron a las Islas,
esas lejanías omitidas por septiembre.
Islas de piedra y mar austral,
sin sol ni amaneceres,
de piel fría,
convocadas por el invierno.

Islas imprudentes y nuestras,
donde jóvenes americanos murieron
mordiendo agua y barro,
así lo decidieron los estultos de afuera
y los estultos de adentro:
mientras hacían frente a la muerte y al absurdo,
los embajadores sumaban sus grandes vocablos
a esa voz impostada desde el usurpado balcón.

Estamos hartos de patrones
que celebran derrotas como triunfos.

Los que mandan no son dignos.
Los que necesitan ser obedecidos no son dignos.

¿Quién responde por los hijos
perdidos en aquellas latitudes?

¿Quién?

Esta es la historia de los padres
que vieron morir a sus hijos,
pero no los pudieron velar,
ni siquiera arrojarles un puñado de tierra.

El canto, el canto honrará a aquellos
que no regresaron:
hijos de sembradoras
y hacedores de pan
de musiqueros
de albañiles
de electricistas
de ingenieros de la paja y el adobe
de expertos en motores a explosión
de ordeñadores
y ordeñadoras
de querandíes
y zurcidoras
y parturientas
de amansadores de yeguas de salvaje estirpe
de maestros de tradiciones y leyendas
americanas generaciones y generaciones
de erudita paciencia y alta sabiduría.

Este canto
es para los que marcharon a las Islas,
es para la madre de los muertos en las Islas
-unen su dolor a las mujeres de blancos pañuelos:
madres que giran y giran
alrededor de la Pirámide-.


¿Es posible que los hijos muertos
sean llorados sólo por sus madres?

¿Es posible?

Hoy, todo canto debe ser en su honor,
porque ellos dejaron su infancia
entre roquerías y harenes de lobas,
entre foqueros y oficiales del terror,
junto al general de cristiana fraseología.

En el barro.

Bajo la lluvia.

Con los labios partidos por el frío.

En Islas de horas hercinicas,
entre el miedo y el coraje
dejaron su infancia.


Bajo aquel cielo de fin del mundo.

Con las manos partidas por el frío.

Entre usurpadores extranjeros
y falsos corresponsales de guerra.

En las guarderías del viento.

Sí, lejos, lejos, allá,
ellos perdieron su infancia.

Ay.

Las madres lavaran lo lienzos de esta noche.

Sólo las madres.

Las madres.

Las madres…



(Fin de plaqueta)

AMIGA





a Gala


No sos la rosa de Sarón y nunca lo serás,
no sos un hermoso olivo en la llanura
ni un plátano junto a las aguas,
no estás enferma de amor, nunca lo estarás.

No sos un pétalo de la rosa de Sarón y nunca lo serás.

Las vigas de tu casa no son de cedro,
las columnas de tu casa no son de plata,
tu lecho no fue construido con maderas del Líbano,
los olores de tus sábanas no son olores de Israel.


No sos mi esposa ni mi hermana y nunca lo serás.
Jamás derramaré en tu cuerpo frutos del Valle,
ni flores de alheñas ni flores de nardos, nada de azafrán,
nada de canela, de aloes, de mirra, de especias aromáticas,
nada de ungüentos regios, de marfil, de zafiros,
de oros, nada que tenga que ver con la ciudad de Ur,
sólo derramaré en tu cuerpo semen y saliva,
porque estás hecha para el uso y la subasta,
para la usura de todos los que te poseen,
fuiste concebida para ser frecuentada,
fuiste concebida para servir,
para la complacencia y los favores
y los hábitos y las costumbres,
fuiste concebida para la unánime noche.

Cada vez que ofrecés tus dones,
qué batalla no da inicio, qué abundancia no da inicio,
también vos, en tu actitud de entrega te parecés al mundo,
a la razón del mundo, al inicio del mundo,
a la abundancia del mundo.

Estás hecha para verte reverberar en las aguas
de todos los ríos y de todos los mares,
estás hecha para verte reflejada en los espejos de todas las casas,
porque sos una yegua más de los carros del Faraón,
una vestal más, una hetaira más, una meretriz más,
una ramera sagrada, la menos sagrada de todas las rameras.

A VIRGILIO


Publio, dice el diccionario de mi lengua y hora
que vos sos un hábil imitador de los griegos,
particularmente de dos: Teócrito y Homero.
Yo te digo, señor de los vocablos, hermano:
Eneas te pertenece como los océanos
a Neptuno, es tuyo ese piadoso troyano,
ese héroe que esculpiste sílaba a sílaba,
palabra por palabra, verso a verso, como Dios,
todo en aquellos lejanos días generosos
y fecundos como la dirección de una noche
fecunda, más, como la rotación de la Tierra.

Estuviste en casa de la asianista de Roma,
en los círculos donde Catulo dominaba,
estudiaste la filosofía de Epicuro
y de Lucrecio, medicina y astronomía,
Publio, vos naciste en elegida y alta tierra,
comiste el mejor pan y bebiste el mejor vino.

Si yo pudiera aproximar mi canto a tu canto,
si yo pudiera reconocer y amar como vos
la inmediata realidad del trigo, sus orígenes,
ver entre las sombras y las rimas de insomnio
como Juno, soberbia, ofrece Deiopea a Eolo,
mientras Nereo, como una fiera enfurecida
se agita, brama y brama, se sacude y golpea.

Hermano mayor, invocador de la palabra,
acepta mi necesidad de dirigirme a vos,
la desordenada urgencia que tengo de hablarte,
de ofrecerte mis sílabas, mi sangre y mi canto.

Entre sublevadas cabalgaduras mayores,
tablas y marineros de Troya a la deriva,
tablas y marineros de Troya a la deriva,

¡ay!

si pudiera robarte el latido de tu verso
para seducción de la palabra y el poema.

INFIERNO O NADA


Las botellas escanciadas por Modigliani
son la oreja cortada de Van Gogh,
las cartas perdidas de Milena
dirigidas al judío de Praga
son las botellas vaciadas por Modigliani
y la oreja cortada de Van Gogh,
pero no los versos escandidos por Borges,
mientras caminaba por sus laberintos,
a pesar de la ceguera y la madre que le tocó en suerte, su infierno
nada tiene que ver con los infiernos de Modigliani y Van Gogh.

Gracias a Dios, las cartas perdidas de Milena
tienen que ver con el tiro que se pegó Vincent,
el veintisiete de enero de mil ochocientos noventa,
ese tiro no fue un nocturno en la noche,
o sí, fue un nocturno en la noche,
sinceramente, no sé lo que fue,
tal vez nadie lo sepa, o sí, Dios, si existe
-esto, ya lo escribí en otra parte, no me importa-,
me importa la oreja cortada sobre ese pañuelo
que le ofrece a esa pobre criatura desnuda y sin edad,
me importa Artaud golpeándose y aullando sobre el escenario,
Vallejo muriendo en un hospital de París,
Rimbaud con su pierna apuntada,
Baudelaire y qué mierda pasó con su viaje a Calcuta
y qué mierda tenía en la cabeza el general Aupick,
sólo a un general se le puede ocurrir hacer de Baudelaire un diplomático,
Baudelaire con el pelo teñido de verde,
presentando sus cartas credenciales a los presidentes extranjeros,
Baudelaire borracho de opio presentado a la Negra Duval
a ministros plenipotenciarios y a las esposas de los ministros plenipotenciarios:
“Mademoiselle Jane Duval, mi puta”.

Sólo un general puede soñar hacer de Baudelaire un embajador.


Pero a dónde habrán ido a parar las cartas escritas por Milena
al judío de Praga: ¿a las alcantarillas de Praga?
¿O avivar algún fuego de un vagabundo de Praga?

En esta hora, ni las certezas son verdaderas.

Hoy, hasta dudo que la belleza sea asesina.

El verdadero, único asesino, es Dios.

ODYSSEAS ELYTIS-LO DIGNO


Padre de la luminosidad y de la luz,
corazón que abre las puertas del Egeo,
los hijos de puta de siempre,
están destruyendo tu cántaro de agua inmortal
y tu caracol donde resuena el Egeo.

Esta vez no vienen marchando con esvásticas,
esta vez avanzan con banqueros.
Esta vez no viene al frente del ejército, el parroquiano
de la cervecería de Munich, ahora la cabeza visible
de este moderno ejército nazi, tiene nombre de mujer,
vestidos de mujer, peinados de mujer, tetas de mujer.

Como el Führer va por todo. Por tu cielo y por tu mar.

No es hermana de Apolo, no es hermana de Artemisa,
es gemela de Condoleezza Rice,
es gemela de Margaret Thatcher,
es heredera de la noche de los cristales,
admiradora de los pilotos que bombardearon Guernica,
por eso va por las piedras y rojas tierras
y aguas de Beocia, de tu Beocia.


¿Tendrá esposo esta mujer? ¿Tendrá amante?
¿O se habrá hecho mutilar para no caer en las indecencias del
placer? ¿O será que el placer para ella está en otra parte?
En ver a millones de desesperados por tus calles,
por el frente y por detrás de tu Partenón,
es cierto, su placer está en otra parte,
en ver grupos de hambrientos fuera de sus casas,
deambulando sin destino,
no van a sus trabajos, no regresan a sus hogares,
y los hombres no harán el amor con sus mujeres
y las mujeres no harán el amor con sus hombres.

Esta Führer del nuevo ejército alemán
los quiere mutilados como ella para el placer del amor.

El paisaje tiene que ser fantasmal,
y tiene que ser adornado con una gran dosis de violencia:
no al brinco de las corzas, no al olivo, no a la albahaca,
sí a los policías que apalean a las madres y a sus hijos,
sí a los policías que apalean a los abuelos y a sus nietos,
sí a los banqueros que aplauden y vivan a los policías,
sí a los banqueros que invitan a su mesa,
a esa señora que luce sus mutiladas tetas
ante sus lascivas miradas de adoradores del euro.

Vos que amabas la tierra y el fruto de la tierra,
padre de la luminosidad, bebedor de la luz,
hacedor de los cigüeñales del sol,
los hijos de puta de siempre han decidido:
nada de embriagarse de tu día y de tu sol,
nada de Delfos, nada de Delos,
todo tiene que ser hambre y desamparo,
desamparo de fauna, de flora, de Cristo,
nada de María Nube, nada de Hélade nupcial,
no al blanco vestido de Ofelia, no a lo digno,
no a tu canto, a tu luminoso canto,
así lo decretaron los hijos de puta de siempre
y los amanuenses de los hijos de puta de siempre,
nada de floridos acantilados, de lámparas encendidas, de besos,
nada de ver crecer la honra de tu gente en el rostro de tu gente,
nada de ver crecer la honra de tu gente en tu canto,
no al que canta a los aromas – a los lechos de los amantes
no al que canta al aliento – al berro y al perejil
a las grandes palmeras que se alzan
como un sueño de grandes y rectas palmeras,
los hijos de puta de siempre entonan su eterna canción:
¡no a tu canto, a tu verbo, no a la patria de Homero!

A CÉSAR


Llego a París y es jueves, César.
Traigo una taza rota, nada del Perú
y cosas que no debo contarte.

Estoy aquí para emborrachar el traje triste
de tu axila y el más triste de mis pestañas.
Hermano, me torcí un pie, si seré estúpido,
justo hoy que bombardearon Vietnam,
y vos estás muerto, si serás estúpido.

Estoy como gato en la ventana, sin cuchara,
sin pantalón y con un cinto de lata
encontrado a la izquierda de Nuestra Señora.
Saint Germain de Prés, un paisaje de otoño,
en Montparnasse las palomas son hojas muertas.
Cuántas cosas tristes camarada: gente por las calles,
algunos perros peinados en peluquerías para perros
y vos estás bien muerto y yo me torcí un pie.

Si seremos estúpidos.

ESTE AMOR


Este amor es una cacería de bestias,
un alto homenaje a las rosas del verano,
una invocación a pescadores y talabarteros,
a las asambleas populares y a los dueños de las divisas,
a los esposos sensibles a Erato y Euterpe.

Gracias a este amor todo es verdad:
la ocupación de territorios extranjeros,
Vicapujio, Ayohuma, Tequendama,
la marcha de Aníbal sobre las Galias,
el mediodía, las hullas de tus pies,
Artemisa arrojando lobeznos a las llamas,
la hora del té, esta ciudad donde vivimos
como en la Sicilia devastada por Dionisio:
aquí Apolo vence a la Pitón y persigue a Dafne,
Paris huye con Helena y Amnón viola a Tamar.
Mientras tus hijos rinden culto a Caissa
Plutón rapta a Proserpina y Ceres desespera.

David posee a Betsabé, a Jaguit, a Maaca.

Tu boca fue hecha para todos los excesos,
por eso cuando hacemos el amor
Isidoro Ducasse se cruza con Lohengrin,
Dante y Virgilio atraviesan el Aqueronte
y Maldoror maldice a Lautréamont;
cuando tus ojos y tu pelo me persiguen
es la hora en que Bruto mata a César.

a Perla

lunes, 30 de abril de 2012

Cuaderno de Narrativa

                                                       anteayer
                                                      ayer
                                          hoy                          




LUISITO




 Le parece que no va poder, que no va a decidirse.
 -¿Cómo te va Juan Carlos?-
 -Bien, bien. ¿Y a usted, doña Emilia?-
 -No me llamés doña Emilia.-
 -Y usted no me llame Juan Carlos.-
 -Juancito.-
 -Emilia.-
 -Emi.-
 La tenía ahí, en pantalones y sacón de piel, sonriéndole. Tenía que animarse, si no le iba a pasar lo de siempre, no poder dormirse, si antes no se masturbaba pensando en ella.
 -… Venga, pase, tengo algo para su hijo.-
 -¿Qué?-
 -Unos libros que le prometí. Pero venga, pase.-
 -Anda a buscarlos, te espero.-
 -Entre…-
 -Te espero.-
 -Voy a creer que me tiene miedo, entre un minuto...-
 -Bueno, pero un segundo, estoy apurada.-
 Entró.
 -¿Está tu mamá?-
 -No, no hay nadie. Bah, nadie no, está Nerón, el perro...-
 -Basta que no me muerda.-
 -Creo que está atado.-
 -¡Ah, creés!-
 “Ya está adentro”, pensó Juan Carlos. El perro movió la cola en señal de saludo. La hizo subir a su cuarto.
 -Qué ordenado tenés todo.-
 -Mi hermana.-
 Juan Carlos temblaba. “¿Y ahora?”. Se abalanzó sobre la mujer.
 -Usted me gusta… Vos me gustás…-
 -Soltame, soltame…-
 Emilia no hace muchos esfuerzos por soltarse. Fue más fácil de lo que Juan Carlos imaginó. Se besaron. Ella le ofreció la lengua, Juancito se la chupó, le chupó los labios, los ojos, las  orejas, ella se aferró más y más a él… y en un momento él sintió el calzoncillo mojado. Abajo, en el patio, Nerón se puso a ladrar.
 Ya desnudos en la cama, Juan Carlos se sentía avergonzado.
 -Te pusiste nervioso, te asustaste.-
 Ella trata de consolarlo, le acaricia el pelo, le besa el hombro, la oreja, la recorre con su lengua, la cubre de saliva, la muerde suavemente, mientras le dice:
 -No es nada, no tiene importancia. Si nos ponemos de acuerdo, la próxima vez no te va a pasar esto, ¿eh? Vas a ver como todo va a salir de maravillas. ¿Sí?-
 -Sí…-
 “Tanto miedo, tanto pensar, para llegar a esto…”
 -Juancito…-
 -¿Qué?-
 - Sos blanquito, muy blanquito.-
 -Sí.-
 -Se te pueden contar las costillas, estás flaco, igual que Luisito, una, dos, tres… Dame un beso.-
 La besa en la boca, pero sin fuerzas, sin deseos, sin ganas. Emilia se arrodilla, le brillan los ojos y tiene hilos de saliva en la comisura de los labios, lenta, lentamente, muy lentamente le acaricia el miembro. Juan Carlos de espaldas, en silencio, inmóvil, confundido, le dejar hacer, ella se inclina hasta alcanzar el miembro con su boca, y comienza a chuparlo suave, suavemente, muy suavemente, sí, él siente las manos, los dedos, los labios, los dientes, la lengua, la saliva, pero igual no tiene fuerzas, no siente deseos, no tiene ganas, y se echa a llorar, entonces ella deja de insistir.
 -No es nada, no te preocupés. Lo que pasa es que estás nervioso. Vas a ver que la próxima vez, cuando nos pongamos de acuerdo, todo va a salir bien.-
 Emilia se levanta y empieza a vestirse.
 -Dónde dejé las medias… Ah, aquí están.-
 En el patio, Nerón vuelve a ladrar.
 -Luisito es puto.-
 Emilia se vuelve y lo mira fijo.
 -Sí, es puto, es marica.-
 -Sos una porquería, lo decís por lo que te pasó a vos, sos un pendejo de mierda.-
 -No, es puto. Yo me lo cojí.-
 De repente se vio tomado de los pelos, abofeteado, arañado.
 -Repetí, repetilo… ¿qué decís de mi hijo? ¡Qué decís! ¿Qué es qué?-
 -¡Puto! ¡Qué es puto!-
 Luchan. Luchan. Él tiene gusto a sangre en su boca, ella le clavó las uñas en los labios. Él la empuja sobre la cama, le arranca las pocas ropas que  logró ponerse y se arroja sobre ella, ella se defiende, se defiende hasta que siente el sexo duro de Juancito y deja de defenderse. Ahora ella también, como él, es ganada por el deseo, el deseo del goce, del placer, del bien. Juancito le chupa los pezones, se los muerde, le muerde las tetas, le echa la cabeza hacia atrás tirándole el pelo y la penetra, se mueve y la penetra, ella no sólo abre más sus piernas, también se mueve, gira con él, disfruta con él, él encima de ella, ella encima de él, giran sobre las sábanas, sobre la almohada, él la insulta, le dice:
 -¡Puta! ¡Puta!-
 Y la penetra y la penetra, y la sacude y la sacude, y ella le dice:
 -¡Sí, así, así! ¡Así! ¡Seguí, seguí!-
 -¿Le gusta? Perdoname, ¿te gusta? Claro que te gusta, si sos muy puta,
muy puta, en este momento no te importa que Luisito sea puto…-
 -¡Seguí, seguí…!
 -Luisito es puto, putooo…-
 -¡Sos un pendejo de mierda!, pero es  verdad, en este momento no me importa lo que me  decís, quiero que me cojas.-
 -Es puto, puto…-
 -Cojeme, seguí cojiendome, sacudime, sacudime…-
 Allá afuera, en el patio, Nerón sigue ladrando.

LA PRESENCIA DE DIOS





-Me vas a tener que cojer como a una judía en un campo de concentración.-
-No sé cómo se cojían a las judías en los campos de concentración.-
-Imaginá. Imaginá.-
Está solo en ese gran living, amueblado por una biblioteca que cubre dos paredes, un equipo de música, del cual se escucha una de las Polonesas, por Marta Argerich, una mesa de cedro, un diván doble, y cuatro sillas, todo bastante viejo y desordenado. Libros tirados por todas partes, ropas en el suelo, en el diván, zapatos junto a la biblioteca, el termo y el mate sobre la mesa, entre repasadores medios quemados y sucios, ceniceros llenos de colillas de cigarrillos, un par de zapatos de hombre junto al ventanal,  de pie, allí, mira jugar al fútbol a un grupo de muchachos, sobre material sintético. Ella le había pedido que la esperara, y entró en su dormitorio.
-Ya voy, mi amor.-le dijo ella.-
-No hay apuro.-
-Me estoy poniendo linda para vos.-
-Lo sé.-
-¿Qué estás haciendo?-
-Estoy sentado en una silla. Recién estaba mirando, como juegan a la pelota,  en la canchita de abajo.-
-Me tienen harta con los gritos. A veces están hasta las dos de la mañana. No me dejan dormir. -y levantando más la voz, le dice:-¿Sabés por qué esos pelotudos, juegan todo el tiempo al fútbol?-
-No.-
-Porque no cojen. Entonces las energías que no gastan en cojer, las gastan pateando la pelota. Son unos pajeros.-
-Vos no podés hablar mucho. Sos bastante pajera. Tenés como una docena de consoladores.-
-No son todos consoladores. Hay vibradores. Además soy bastante cojedora, para la edad que tengo. Amigas mucho más jóvenes, cojen cada año bisiesto.-
-A propósito, ¿de quién son esos zapatos, que están en la ventana?-
-¿Qué zapatos?-le pregunta ella, extrañada.
-Esos que están tirados ahí.-
-No sé.-
-¿Cómo que no sabés?-
-No sé, sino sé, no sé. Ni idea de qué zapatos me hablás.-
-Cuando los veas seguro que te vas a acordar. Tenés buena memoria.-le dice él con un tono ligeramente irónico.
Se produjo un silencio entre ellos. El piano se hizo más evidente. Él tomó un libro de una silla. Estaba abierto en la página sesenta y uno. Se puso a leer una parte marcada con lápiz: ''... Maya siguió acariciándome la espalda con sus dedos cálidos hasta que recuperé la erección.
Ella me guió en su cuerpo y, una vez adentro, me sentí tan feliz que no me atrevía a moverme por miedo de estropearlo todo. Al cabo de un rato, ella me dio un beso en una oreja y me susurró:
-Me parece que voy a menearme un poco.-
En cuanto empezó a moverse, descargué. Maya me dio un apasionado abrazo, como si mi actuación hubiese sido lo más fabuloso que había visto en su vida. Envalentonado por su aprobación, le pregunté por qué no parecía importarle la diferencia de edad.
-Soy un pécora egoísta -confesó- Lo único que me interesa es mi propia satisfacción.-
Y seguimos haciendo el amor, mientras se apagaba la tarde y llegaba la oscuridad. No he aprendido mucho desde aquellas horas en las que el tiempo parecía haberse detenido: Maya estuvo enseñándome todo lo que hay que aprender. Pero ''enseñar'' no es la palabra; ella, sencillamente, se complacía a sí misma y me complacía a mí, y yo iba perdiendo mi ignorancia. Ella se deleitaba en todos los movimientos, o, simplemente, sólo con tocar mis huesos y mi carne. Maya no era de esas mujeres para las que el orgasmo es la única recompensa por una actividad pesada: hacer el amor con ella era consumar una unión, no la masturbación interna de dos desconocidos en una misma cama.
-Mírame -me decía antes de correrse-, te gustará.-''
... Ella hizo su aparición en el living, vestida con un desavillé rojo, atado a la cintura, dejando ver sus pequeños pechos y sus largas piernas enfundadas en  medias negras, sostenidas por ligas, que ella le mostró, abriéndose el desavillé. Tenía puestos unos zapatos negros de tacos altos. Estaba ligeramente maquillada. Se adelantó unos pasos, y le preguntó:
-¿Qué estás leyendo?-
El, que la había estado mirando desde que hizo su aparición, le dijo:
-Gracias.-
-¿De qué?-
-Porque más que una puta, parecés una amante.-
-Sos muy gentil -le dijo ella, y como desentendiéndose de la observación, repitió:- ¿Qué estás leyendo?-
-Como una veterana, se coje a un pendejo.-
-Ah, Maya.-
-Exacto. Qué, ¿andás entreverada con un pendéx?-
-Exacto.-le respondió ella, a manera de eco.
-¿Es el de los zapatos?-
-¿De los zapatos?-
-Esos que están ahí.-le dijo él, y le señaló el ventanal.
-¿Esos? No, no son de Alejo, son de José.-
-¿Cuál José, el histórico o el actual?-
 -El actual.-
-¿No era que habías terminado?-
-Sí, pero la semana pasada quiso verme...-
-¿Y vos accediste?-le preguntó él, afirmativamente.
-Que sutil sos.-le dijo ella, con un mohín de disgusto.
-¿Te molesta que fume?-le dijo él con un dejo de ironía, como respuesta a su    pequeño gesto de disgusto, y sacó un paquete de Camel Azul.
-Qué gentil estás hoy. Debés estar muy caliente. Debés tener muchas ganas de cojerme, de romperme el culo.-
El encendió un cigarrillo, y le dijo, siempre con ese dejo de ironía en la voz:
-¿Querés uno?-
-Por supuesto.-
Y le pasó el cigarrillo que había empezado a fumar.
-Gracias.-le dice ella, mientras toma el cigarrillo y lo lleva a sus labios.
El volvió a sacar otro del paquete y lo encendió. Después de dar unas pitadas, le dijo:
-¿Cuánto hace que nos conocemos?-
-Desde que me llamaba Matilde.-le contesto ella, echándole el humo en la cara.
-No me jodas, mujer.-
-¿Qué, te molesta?-
-Mucho.-
-¿El humo, o que te mentí, cuando te dije que me llamaba Matilde?-ahora su voz, también tenía un dejo de ironía.
-Las dos cosas.-
-Pero me cojías muy bien, en el departamento que tenía en la calle Franklin, cuando creías que me llamaba Matilde.-le dijo ella, acariciándole el pelo.
-Siempre te cojí bien.-se defendió él.
-Hoy me vas a tener que cojer como nunca. Porque me vas a cojer, como la judía que soy.-
-¡Cómo rompés las pelotas, con eso de judía!-le gritó él.
-¿Te molesta?-le dijo ella, mientras seguía acariciándole el pelo.
-Bastante.-
-Qué te molesta, ¿que sea judía?-insistió ella sin agresividad, pero sí con intención de fastidiarlo.
-Nunca me molestó, no sé por qué me tiene que molestar ahora.-le dijo él en tono serio.
-Justamente porque te estoy hinchando las pelotas.-
-Estás brotada.-
-Reconozco-que a veces-suelo brotarme-por mi condición de judía. Qué querés qué te diga, hoy me siento muy judía, muuuy judía -se puso detrás de él y lo rodeó con sus brazos, y le susurró en un oído:- También quiero decirte... que me siento muy puta...-
-Sos muy puta.-le dijo él, con una voz que comenzaba a tornarse seductora.
-Y a vos te gustan las putas.-también la voz de ella, era seductora.
-A mí me gustan las putas, pero más me gusta que la puta seas vos.-
-Decime cómo soy desnuda. Dibujame con palabras.-le pidió ella, mientras intentaba hacer anillos con el humo del cigarrillo.
Él le besó primero una muñeca, después la otra. Tenía unas manos hermosas. Manos de pianista. Las besó. Desde muy chica había estudiado piano. Antes de ir a la escuela ya sabía partituras de memoria, y las ejecutaba con bastante habilidad. No sólo participó en orquestas, llegó a dar conciertos sola. Todo eso se derrumbó a los dieciséis años. Cuando sorprendió a su madre con un primo haciendo el amor, en su propia casa, sentados en una silla, ubicada frente al espejo de la gran sala donde estaba el piano, esa misma sala y ese mismo piano, donde ella con su madre tocaban durante horas, juntas o separadas. Desde ese día, nunca más se sentó a un piano. Igual sigue escuchando música. Mucha. Liszt, Brahms, Grieg, Debussy, Ravel, Chopin, Chopin. Suele confesar, que a lo único que le es fiel es a la música. Esta Polonesa, por la Argerich, es una de sus preferidas. Respecto a la Argerich cuenta una historia, donde dice que la conoció, y que llegaron a estudiar juntas, y que ella, tocaba mejor. En realidad él no creía en esa historia, y en otras que ella le contaba, pero también era conciente que con ella, todo puede ser. Cruzarse con un mendigo en la calle, llevarlo a su casa, bañarlo con sus propias manos, darle de comer, metérselo en la cama, y al día siguiente echarlo sin darle un pedazo de pan o meterle unos pesos en el bolsillo.
-Tu cuerpo no es armonioso.-le dijo él
-Pero igual te gusta.-
-Demasiado. Sos delgada de arriba. Desde los hombros hasta la cintura. Tenés tetitas de pendeja.-
-Ya a los quince, dieciséis años, las tenía así. Nunca más crecieron.-
-Tenés un vientre liso, llano, un ombligo perfecto.-
-Te gusta acariciármelo con la pija.-
-Sí, me gusta acariciártelo con la pija, y con la lengua.-
-Con la lengua te gusta hacerme muchas cosas.-
-Lamerte toda. Chuparte toda. Mamarte la concha. Meterte la lengua en el agujero del culo, y quedarme allí, el mayor tiempo posible. A partir de la cintura sos amplia de caderas.-
-Y eso que no tuve crías.-
-¿Te hubiese gustado verte embarazada? ¿Dando de mamar?-
-Para nada. Nunca quise tener hijos, y no estoy arrepentida.-
-De concha sos estrecha. Muy cerradita. Cuesta un poco metértela.-esto él se lo dijo con una sonrisa que le abarcó el rostro.
-Un par de empujoncitos, nada más. Me hacés doler un poco, pero me hace feliz ese pequeño dolor. Me produce placer.-al rostro de ella, también lo ganó una sonrisa.
-Lo sé. Me gusta hacerte doler. Me gusta que ese pequeño dolor te produzca placer. Estás hecha para el placer.-el tono en que se lo decía, era muy dulce.
-A todas le debés decir lo mismo.-le dijo ella, pero no como reproche, como  mimo.
-Qué importa lo que le diga a las demás. Importa lo que te digo a vos.-
-¿Entonces... me vas a cojer como nunca...?-
-Ya te estoy cojiendo.-
-No exageres.-
-Seguro que estás mojadita.-
-Por supuesto.-
-Vení, ponete aquí adelante, y dame las tetitas que te las voy a chupar.-
Antes de obedecer, ella le mordió el cuello. Esperó que la sangre se concentrara en ese pequeño círculo, donde había clavado sus dientes, cuando eso ocurrió, una sonrisa de triunfo brotó de sus labios. Una vez frente a él, le quitó el cigarrillo de los dedos y lo puso en un cenicero, hizo los mismos con su cigarrillo, lo dejó en otro cenicero. Ahora sí, soltó el desavillé de la cintura, y dejó su pechos al alcance de la boca de él. El los besó suave, lentamente. Luego los humedeció con la lengua, suave, lentamente. Ella tomó su seno derecho con la mano y lo introdujo en la boca de él. Él lo recibió con dulzura. Ella disfrutaba de esa dulzura. Permanecieron así, hasta que ella quitó ese pecho de su boca y le ofreció el otro.  Él  le dijo, en tono bajo, pero grave:
-Gracias.-
-Mordémela, despacito.-le pidió ella.
El obedeció. Mordió ese pequeño fruto despacio, suave, morosamente. El rostro de ella reflejaba placer. Un placer alejado de todo exceso, de todo desorden, de toda violencia. Era un placer contenido, pero no menos auténtico, menos real, menos legítimo, que el otro, ese al cual el deseo también aspira, y seguramente, más tarde, cuando el tiempo avance, y no parezca detenido como parece estar ahora, llegará el exceso, el desorden, la agresión, ese otro rostro del amor, del erotismo, que nace del vértigo existencial. Tanto ella como él lo saben. En este instante estaban invadidos por la dulzura, la ternura, la piedad. Sus agasajos mutuos, sus caricias, las inflexiones de sus voces, todo era placer, dicha, júbilo, felicidad contenida.
Unidos así, lentamente, continuaron por un largo instante, hasta que él, en un impulso se quita ese pequeño seno de la boca, hecha la cabeza hacia atrás, y lo escupe, y escupe al otro pequeño seno, escupe a los dos una y otra vez, y ella los ofrece para que él los siga celebrando, y sus celestes ojos se iluminan de alegría y todo su cuerpo estalla en una risa y los escupitajos parecen infinitos y parecen no tener fin; pero los tienen, él vuelve a la lentitud, a la suavidad, a la ternura, vuelve a llevárselos a su boca, ella lo observa, lo deja hacer, lo deja obrar, ella, a su manera, lo obliga hacer, a obrar, ella, con un movimiento preciso deja caer su desavillé al suelo, sólo quedan en su cuerpo las medias negras, sostenidas por las ligas, y los negros zapatos de tacos altos. Su vientre llano, liso, su impecable ombligo, su pubis, su sexo, sus amplias caderas, imponen su presencia, sometidos a la luz, que llega a través del ventanal. La escena se puede ver muy bien desde algunos de los edificios vecinos, ellos lo saben, pero no les importa. Ella le dice:
-Desvestite.-y lo ayuda a quitarse la ropa.
La camisa, el pantalón, el slip, los zapatos, las medias, van a reunirse con el desavillé rojo, que no sólo conserva el olor de ese cuerpo al cual servía, aún posee su tibieza.
Por un momento se observan, se miran, se recorren con las miradas. Avanzan. Se encuentran. Se acarician. Se besan. Ella deja de acariciarlo. El continúa acariciándola. El rostro. El cuello. Los hombros. Todo, con el dorso de sus manos. Ella se deja acariciar. Los brazos. Los pequeños pechos. El dibuja los contornos con sus dedos, él los contiene en el hueco de sus manos. Sus manos descienden por ese cuerpo que lo obsesiona, desde el tiempo que lo conocía como de Matilde, y repetía ese nombre: ''Matilde''-''Matilde''. A veces lo susurraba. A veces la llamaba a media voz, como buscándola, como si ella no estuviese entre sus brazos.
El, totalmente desnudo, con su sexo erecto avanza. Avanza sobre ese cuerpo  que lo persigue tanto en los sueños como en las vigilias. Se abrazan. Se besan. Lengua contra lengua. El sexo de ella busca el sexo de él. El deja de besarla en la boca, y comienza a descender con sus labios y su lengua por el delgado cuello de ella, y por sus hombros, a los que compara con abismos arrojados por Dios, y se lo dice:
-Tus hombros son como abismos arrojados por Dios.-
Y se lo repite. Se lo repite mil veces. Y ella se lo agradece con palabras, con monosílabos, con breves, brevísimos susurros, y a veces, con silencios.
Deja esos abismos. Ahora sus manos y su boca vuelven a encontrarse con esos pequeños frutos, que vuelve a acariciar y a saborear. Y así, deteniéndose por instantes, en brevísimos espacios, sigue descendiendo: a su ombligo, a su pubis, a su sexo, aquí, la pausa es más larga y más afanosa, ella con sus suspiros hace todo más exigente, entonces él se prodiga con sus labios, con su besos, con su lengua, ella le acaricia el pelo, la nuca, atrae, presiona esa cabeza que tiene entre sus piernas hacia ella, hacia su sexo.
Comienza a andar hacia atrás y lo arrastra a él, que la sigue de rodillas. Ella logra su objetivo, alcanzar con sus nalgas la mesa. Él se hunde más entre sus piernas. Ella apoya las palmas de sus manos en la mesa, y se alza hasta lograr sentarse en ella. Abre más sus piernas. El que se vio obligado a separarse, se vuelve a hundir en ellas, va en busca de ese botón rosado para unos, va en busca de ese pétalo rojo para otros. Ella en su intento de echarse hacia atrás y abrir más las piernas, tira el termo que estalla en el piso, pero ellos no se detienen, él sigue en su busca, ella comienza a gemir, a jadear más aceleradamente, él trabaja febrilmente hasta conseguir rozar con su lengua ese pétalo rojo. Un cenicero y el libro que él estaba leyendo caen de la mesa.
La saliva de él se mezclaba con esas otras salivas, con esos zumos que manaban del sexo de ella.
-¡Metemelá! ¡Metemelá!-le grita ella.
Él no se detiene, sigue concentrado sobre ese pétalo rojo o botón rosado, sigue saboreando ese clítoris, sigue bebiendo esos jugos que manan generosamente de ese sexo, que bucea salvamente con su lengua.
-¡Metemelá! ¡Por favor, no seas hijo de puta, metemelá!-le grita ella, mientras se retuerse sobre la mesa, y con sus manos y pies va arrojando al suelo todo lo que encuentra a su paso.
El de golpe se detiene. Se pone de pie. Y le dice, le ordena:
-Vení. Vamos a la silla.-
Ella, no sin dificultad, baja de la mesa y lo sigue. El, ya sentado en la silla, la aguarda con su sexo erecto. Ella se quita los zapatos. Abre sus piernas, y violentamente se sienta sobre él, y con una mano toma el sexo de él y lo introduce con desesperación en el suyo.
-¡Yo no sé cómo carajo se cojían a las judías en los campos de concentración!-le dice él, mientras la penetra.
-¡Yo tampoco! ¡Pero cojeme hijo de puta! ¡Cojeme!-
-¿¡Y qué te estoy haciendo!?-
-¡Quiero más, no entendés que quiero más!-
-¡Y vas a tener más, seguro que vas a tener más!-
Él la agarra por debajo de los muslos, ella con sus piernas se trenza al cuerpo de él y se abraza a su cuello, él, sin dejar de penetrarla la alza, gira y se dirige al ventanal, al mismo sitio donde había estado mirando jugar al fútbol, seguían jugando al fútbol.
-Mirá, ahí los tenés a esos pajeros.-
-Me importan un carajo. Ahora me importa tu pija. La quiero bien adentro.-
-¿Y no la tenés bien adentro?-
-La quiero más adentro.-le dice, y busca su boca, y se la muerde.
Él también la muerde. Comienza a caminar con ella en sus brazos. Dan vueltas por el living hasta llegar al diván. Ella se suelta de su cuello, él quita su miembro del sexo de ella, ella se para sobre sus largas piernas que siguen enfundadas en las medias negras,  y él le dice, le ordena:
-Date vuelta y dame el culo.-
Ella se sube al diván. Trata de encontrar la posición precisa. El, con el sexo erecto la observa, y espera, impaciente.
Ella logra acomodarse. Le ofrece sus generosas caderas, con sus bellas manos trata de separarlas, para que él la penetre y él lo hace, introduce su miembro duro, tenso, en ese agujero que en este preciso momento, para él, es el centro del mundo. Salvajemente se introdujo en ese abismo y salvajemente desea llegar a lo más hondo, ella también desea que llegue hasta lo más profundo. Cuando él buceaba en su sexo con su lengua, ella jadeaba, gemía, cuando la penetraba, gritaba, ahora aúlla, pero no como una amante, como una loba, y no lo hace en un desierto sin nombre, clama en este living caótico, que no sólo es un reflejo de su alma atormentada, también lo es del alma de él, que avanza y retrocede dentro de ella, con desesperación, en este preciso instante se sienten invictos, invulnerables, inmunes a todo, también a la muerte, en este preciso instante se reconcilian con Dios, aunque no exista.
Él se deja ir, descarga dentro de ella todo su deseo, todo su manantial caliente, toda sucal roja, y ella siente como esa cal roja, ese manantial caliente, todo ese deseo la invade, por eso aúlla como una loba, y como él, siente la presencia necesaria de Dios.

¿A QUIÉN CONFIO MI TRISTEZA?




   a la memoria de Anton Chejov


 Caminaba a lo largo del murallón, con el Montgomery puesto sobre los hombros, cuando lo sorprendió la sirena de la papelera anunciando el fin de la jornada de trabajo.
 Los árboles con sus ramas desnudas, semejantes a brazos alzados, parecían despedir a esa figura silenciosa. Atrás el camino se perdía alcanzado por el bosque.
 Los dos carabineros apostados en el lugar de siempre, lo saludaron ceremoniosamente, desde lo alto de sus cabalgaduras.
 Ya en el segundo cruce aparecieron los primeros obreros en bicicletas. Algunos hablaban entre ellos a gritos, a través de las bufandas.
 La cúpula de la iglesia se recorta severa contra el cielo plomizo.
 Delante del Castillo, unos chicos juegan con sus tropos.
 Por la avenida un grupo de obreros avanzan ruidosamente, tienen la alegría de los que esperan el descanso de fin de semana: unos irán al fútbol, algunos a beber cerveza, otros realizaran trabajos en sus casas.
 En la plazoleta la fuente de mármol, que tanto luce en las estaciones cálidas, tiene un aspecto de soledad y abandono que entristece, la miró como si la viera por primera vez: Apolo y Dafne, no parecían Apolo y Dafne.
 Se decidió por la calle de Los Reyes, flanqueada de casitas con sus techos a dos aguas totalmente descoloridos.
 Entra en la tabaquería. Compra tabaco para la pipa y sale. Parece que va a dirigir sus pasos a la estación del ferrocarril, pero apenas le echa una mirada, y sigue sin detenerse.
 Se calza el Montgomery, se cubre la cabeza con la capucha y comienza a bordear el camino. Atrás quedan el murallón del cementerio, la iglesia, la plazoleta, con Apolo y Dafne, la estación del ferrocarril, el Castillo, y tal vez, los chicos jugando con sus trompos.
 Algunos obreros en bicicletas avanzan en su misma dirección. Él es el único que hace el trayecto a pie. Se ciñe el abrigo.
 En el puente se detiene, y se queda mirando esa mansión que eleva su perfil pretencioso en medio de ese paraje invernal y solitario. El monótono murmullo del agua, sube desde el fondo del arroyo. Observa esa estructura, que no sólo le parece extraña, también la siente ajena, a pesar de haberla hecho construir él, hace treinta años. Una pequeña fortaleza.
 -¿Para qué?-se preguntó en voz alta.
 Y reanuda su camino.
 Una chata tirada por caballo se aproxima.
 Abre el portón y con paso resuelto cruza el jardín hasta la entrada principal, el sirviente ya junto a él, le dice:
 -Buenas tardes, general.-
 -Buenas tardes, Manuel.-
 Suben la escalera. En la sala se quita el Montgomery y se lo alcanza a Manuel mientras le dice:
 -Está bien, puede retirarse.-
 -Pero… ¿Y las botas?-se atrevió a decir Manuel.
 -Le dije que puede retirarse.-
 El tono enérgico no admitía replicas. El viejo sirviente giro lo más rápido posible y salió.
 El general se deja caer en la silla que está frente al ventanal, y con sus grandes manos se cubre el rostro. Parece vencido. Se siente vencido. Está vencido. Envejeció de golpe, las arrugas que le surcan la frente parecen más profundas, el cabello blanco más blanco, hasta la ropa que lleva parece más raída.
 Todo había sido repentino. Como un alud. Todo era como un sueño aún, una horrible pesadilla. Despertaría de golpe o no, de todas maneras ya nada sería como antes.
 El era un soldado, había estado en el frente de batalla y sabía muy bien que era el horror. Vio morir a su amigo, el general Valentín, alcanzado por una granada en pleno rostro, vio morir a sus mejores soldados, y a tantos camaradas de armas, también él enfrentó al absurdo rostro de la muerte, cuando fue herido, entonces todo su valor se puso de manifiesto, no sólo demostró fortaleza física, además un espíritu templado para afrontar las circunstancias más adversas, pero ahora era distinto, ahora los ojos se le llenaron de lágrimas.
 Deja el tabaco sobre la mesa junto a la pipa, al verla recuerda que se la regaló ella, es una hermosa pipa, como le gusta a él, una pipa de espuma de  mar. La toma en su mano. Tiembla, su enorme figura, ahora empequeñecida tiembla, los sollozos lo sacuden rítmicamente.
 -Victoria… Victoria… ¿Por qué? ¿Por qué?-
 El llanto, incontenible, cae por su rostro.
 -… Victoria… Victoria… ¿Por qué? ¿Por qué?-repite.
 En un repentino impulso arroja la pipa contra el suelo, mientras dice:
 -¿Por qué Dios? ¿Por qué?-
 Él sabe que esa pregunta es más que una pregunta, porque a Dios no se le pregunta por sus decisiones, preguntarle a Dios en una ofensa, una blasfemia, pero su dolor no se detiene ante nada ni ante nadie, y Dios no es una excepción, al contrario, Él es el único que puede y debe responder… Pero el silencio llenaba la habitación, atravesaba las paredes, cubría el mundo.
 Le pareció escuchar ruidos en la escalera. Tal vez pasos. Se puso firme, tratando de contener el llanto, de armar su figura, de recuperar su invulnerabilidad, subir al pedestal.
 Sí, alguien se había detenido ante la puerta. Prestó atención.
 -¿Manuel, es usted?-
 Como respuesta recibió ladridos. Kurt, el fiel Kurt. Fue hacia la puerta y la abrió. Es un hermoso animal, un ovejero alemán, que enseguida husmea los trozos de pipa en el suelo. El general se agacha y comienza a recogerlos. Toma los trozos cuidadosamente, como si fuesen las alas de un pajarito herido. La madera muestra sus nervaduras en carne viva. Los ojos vuelven a llenársele de lágrimas.
 Regresa al sillón. Kurt se echa a sus pies. Se desabotona el cuello de la chaqueta y a través de las lágrimas va tomando una rara conciencia del decorado que lo rodea, es su mundo cotidiano, sin embargo lo siente extraño. Allí está el piano, el piano al cual se sentaba Victoria, con su negra y larga cabellera que le llegaba más allá de la cintura, sus manos eran dos orquídeas blancas que crecían sobre el teclado, sentada al piano era la imagen misma de la música, un nocturno de Schumann o de Chopin.
 -Kurt…-
 El animal alerta las orejas y alza la cabeza hacia su dueño.
 -… Nunca más se sentará al piano… Nunca más… Ni jugará en el jardín con vos. Ni entrará corriendo y me besará y dirá papá, papá… Qué hare sin mi niña… Qué será de este pobre viejo… Sí Kurt qué será… Este piano no tiene sentido sin ella…-
 El perro, inmóvil, con la cabeza erguida, sigue la letanía de su amo.
 -…Nunca más vamos a ir a esperarla a la estación… Te gustaba ir, ¿no Kurt? A mí también. Estaba orgulloso de ella… Me gustaba que nos vieran juntos. Nos miraban, murmuraban, algunos con respeto, con admiración, otros con envidia, esto no me importaba, nunca me había importado, pero ahora sí, ahora me importa…-
 Se levanta. Se aproxima al ventanal: unas sombras imprevisibles se alzan sobre los pinos, sobre las ramas desnudas de los abetos. Dos obreros en bicicletas se alejan por el camino, seguramente se detuvieron a beber una copa antes de retornar a sus hogares. El general se vuelve y fija su mirada en el cuadro que cuelga de la pared, va hacia él.
 -… Kurt…-
 El perro alza la cabeza hacia la voz.
 -… Ahí tenía catorce años… Ahí está igual a su madre, a la que casi no conoció… Eso, eso que tiene entre sus manos, entre sus hermosas manos, es la cajita de música que le regalé, que le traje de Holanda. Qué contenta se puso cuando la vio, lloró de alegría. No sabía cómo agradecerme. Me besaba, me apretaba, me abrazaba, hasta me llamó por mi nombre… Pedro… ¡Pedro!... Y ahora todo esto, Kurt, qué sentido tiene… Para qué esta inmensa sala… Este piano… Ese cuadro pintado al óleo… Al óleo… Qué quiere decir al óleo, Kurt, qué quiere decir…-

GALA



                                                                         
                                                                                                    a Jorge Luis Borges

Cuando hizo su entrada triunfal en la gran sala, acompañada por Pablo César, no se bailaba, pero los acordes de un tango hacían su voluntad. Sabía que todas las miradas se concentrarían en ella. Era consciente de su figura de mujer fatal. Le gustaba que la consideraran una femme fatale.
Alta, morena, con su larga cabellera negra, avanzaba como arrasando con lo que encontraba a su paso. Esa amplia sonrisa en su boca generosa, y sus grandes ojos verdes eran algunas de sus armas  más seductoras. Lucía un vestido negro ajustado, que resaltaba sus formas. El escote denunciaba que no llevaba soutien. El largo del vestido permitía admirar sus bellas piernas. Verla, no daba sueño. A unos los saludaba desde la distancia, con un gesto de su brazo en alto y remarcando su sonrisa, a otros decididamente los abrazaba y besaba. A pesar de todas estas instancias, ella, apenas hizo su entrada triunfal lo ubicó a él, que estaba sentado al fondo del amplio salón con un grupo de amigos. Hacia allí se dirigía. Él recién se puso de pie cuando ella estuvo cerca. Se abrazaron. Se besaron. Él le dijo:
- Estás para que te decapiten.-
- Sos muy educado.-le contestó ella.
- ¿Por qué? - le preguntó él.
- Porque algunos de nuestros amigos, me dicen que estoy cojible. -
Los dos se echaron a reír. Y él le dijo:
- ¿Y vos qué preferís? -
- Tu poesía. -
Ella siguió saludando a los demás. El la miraba, no dejaba de mirarla. Después de los saludos se sentó entre Patricio y Federica, él  estaba sentado junto a Florencia, la hija de Federica,  que le dijo:
- Gala, enloqueciste a todos con tu entrada teatral. -
- La loca sos vos, que pensás que yo puedo enloquecer a alguien. -
- Fijate en esos tipos que están en la barra, como te fichan. -
Gala miró hacia la barra: comprobó lo que Florencia le decía:
-Lo siento, pero no me hago cargo.-le dijo con un ligero movimiento de hombros.
- Estás muy elegante. Ese bolso es divino. - la elogió Federica.
- Me lo regaló Bocha. -
- ¿Qué es de la vida de Bocha? - preguntó Patricio.
- Sigue enamorado de su mujer. - contestó Gala.
- ¡Ése es un hombre! -dijo Federica con intención.
-¿Lo decís por Patricio? - le preguntó Gala haciéndole el juego.
Patricio esbozó una leve sonrisa.
-¿Por qué no? - contestó Federica.

María Dolores dejó su mesa.
-Estás esplendida Gala.-le dijo.
-Gracias.-
-¿Cuánto hacia que no nos veíamos?-
-Desde el año pasado, creo.-
-Fue en lo de Pedro.-
-Vos también estás esplendida. Se te ve muy bien.-
-Los placeres.-le dijo María Dolores, con una sonrisa.
-Me estás diciendo que... ¿nada de amores?-
-Nada de amores.-
-Los placeres te tratan muy bien, por lo que veo.-
-No me puedo quejar.-reconoció María Dolores, sin dejar de sonreír.

Iba llenándose la gran sala. Las voces se entreveraban con la música. Las mozas vestidas con camisa verde, minifalda color ladrillo, sandalias negras, levantaban y llevaban pedidos.
Pablo César se había acercado a la barra, y conversaba con el de la caja, que estaba vestido todo de blanco, con un moñito rojo. Gala lo vio en esa actitud, y dijo:
-Mi hombre me abandonó.-
-No creo que alguien te abandone. Y menos por un tipo. Vos sí lo podes abandonar.-le dijo Florencia, que le gustaba hacerla hablar. Además echó una mirada significativa a Victorio, que seguía sentado junto a ella.

La música se iba perdiendo, los acordes del bandoneón, se alejaban lentamente, se oían como a lo lejos, estuvieron ahí un breve espacio, como detenidos en el tiempo, hasta desaparecer por completo.
Lo único que se oía ahora era el murmullo de las conversaciones y el ir y venir de la gente.
La gran sala se había llenado. Algunos estaban de pie.
Una mujer bajita, vestida con saco azul, pollera gris, zapatos del mismo color y tacos muy altos, de pelo rojizo y corto, avanzó, con paso seguro, y se detuvo en el centro de la sala. Las luces fueron bajando poco a poco, sin apagarse del todo, y un haz de luz hizo foco en ella. Se produjo un silencio general.
Era la dueña de la Mariposita, de San Telmo. Dijo que estaba allí, para darles la bienvenida a todos los presentes. Dijo que con esta reunión se iniciaba un ciclo, donde se recordaría a grandes figuras de las artes y las letras. Que Mariposita, de San Telmo, era un nuevo espacio que se sumaba a los tantos que Buenos Aires ya tenía, donde la cultura batallaba contra la vulgaridad que nos rodea.
-Sabemos que la lucha es desigual, pero no debemos abandonar nuestras trincheras.-dijo.
Y que hoy, veinticuatro de agosto, estaban allí reunidos para rendirle homenaje, en el día de su cumpleaños, a Borges. Y que el veintiséis era el de Cortázar. Y que también tenía el placer, la alegría de decirles, que mañana, veinticinco, cumplía años Victorio. Victorio siempre decía que había quedado como el jamón del sándwich, atrapado entre esos dos monstruos. Pero todos sabían que coqueteaba. Era muy soberbio.
Cuando Victorio se levantó para ir al centro del salón, Pablo César ocupó su lugar en la mesa.
Antes de retirarse, la dueña de casa, esperó a que Victorio se acercara... Se besaron. Luego se alejó, y lo dejó solo bajo el haz de luz.

Victorio empezó diciendo el soneto que le escribió a Borges, donde le habla del arroyo Maldonado, de Dante, de Virgilio, de la luna, y por supuesto, de Buenos Aires.
Cuando terminó, agradeció los aplausos, con pequeños movimientos de cabeza.
Dio dos pasos hacia su derecha, y dijo:
-“A mí, tan luego, hablarme del finao Francisco Real...”
Y ya estaba en El Hombre de la Esquina Rosada.
El público fue siguiendo el relato en silencio. Todo lo hacía con la voz, y algunos movimientos y gestos, muy pensados, muy precisos, pero, vaya a saber cómo, él lograba que parecieran espontáneos.
En un momento inclinó el cuerpo hacia adelante, y con autoridad, dijo:
-“… un silencio general, una pechada poderosa a la puerta, y el hombre estaba adentro”.-
Entonces señaló con el índice de su mano derecha al público que tenía enfrente, y dijo, también con autoridad:
-“El hombre, era parecido a la voz”.-
Era la voz que antes habían escuchado a través de la puerta, y que venía de la calle. Por eso se había hecho un silencio general, por esa voz, que ahora los habitués al salón de baile de Julia, de la esquina de Gauna y Maldonado, tenían de cuerpo presente.
Victorio siguió contando que el hombre de la voz, avanzó entre las chinas y el carreraje, sin preocuparse de insultos, trompadas, cachetadas, y algunos salivazos. Iba en busca de algo, mejor dicho, de alguien. Lo encontró apoyado en la pared del fondo, pitando un cigarrillo. Recién cuando estuvo cara a cara, con ese alguien que andaba buscando, se dio a conocer, y se oyó la voz de Victorio, diciendo:
-“Yo soy Francisco Real, un hombre del Norte. Yo soy Francisco Real, que le dicen el Corralero”.-
Y lo desafió a pelear. Y el otro, que era Rosendo Juárez, el Pegador, ante el asombro de todos, especialmente del hembraje, se negó al convite. Francisco Real volvió a desafiarlo. Rosendo Juárez, volvió a negarse. Ahí intervino la Lujanera. Fue hacia él, le metió la mano entre las ropas, y le sacó el cuchillo, y le dijo:
-“Rosendo, creo que lo estarás precisando”.-
Así, en la voz, en los movimientos y gestos de Victorio iban apareciendo: Francisco Real, Rosendo Juárez, la Lujanera, y casi al final del relato, el mismísimo Borges, a quien le dice:
-“Borges, volví a sacar el cuchillo corto y filoso que yo sabía cargar aquí, en el chaleco, junto al sobaco izquierdo, y le pegué otra revisada despacio, despacio, y estaba como nuevo, inocente, y no quedaba, no quedaba ni un rastrito de sangre”.-
Los aplausos y los ¡Bravo! ¡Bravo!, estallaron de todos los rincones, los que estaban sentados se pusieron de pie. Esta vez los pequeños movimientos de cabeza para agradecer, se convirtieron en inclinaciones del cuerpo, y aplausos del propio Victorio, agradeciendo a su vez al público, y  a Borges.
Todavía se escuchaban algunos aplausos, cuando Victorio regresó a la mesa.
-¡Estuviste genial!-le dijo Gala, poniéndose de pie.
-Gracias.-le dijo él.
-Dame las llaves de tu departamento. Esta noche, quiero que me decapites.-esto, se supone que lo dijo, en el mismo tono de la Lujanera, cuando le sacó el cuchillo de entre las ropas al Rosendo.
-Toma.-le dijo Victorio, y le entregó las llaves.
Ella las agarró, descolgó el bolso del respaldo de la silla, lo abrió, y guardó las llaves. Comenzó a saludar a uno por uno. Saludó a todos. También a Pablo César, que no se había movido de su lugar. Presenció todo en silencio. No dijo una palabra, no hizo un solo ademán, ni siquiera un pequeño gesto.
-Cuando llegués, toca el timbre tres veces.-le dijo Gala a Victorio, y se fue, de la misma manera que había entrado: arrasando con lo que encontraba a su paso.
Todos quedaron como petrificados, inmóviles, mudos, viéndola irse.
Hubo un espacio, un largo espacio, antes que Victorio, se dirigiese a Pablo César:
-¿Y vos, qué pensás hacer?
-Lo mismo que Rosendo Juárez.-le dijo provocadoramente, pero sin mirarlo.
-Yo no soy Francisco Real.-le contestó Victorio, pero sin sacarle la vista de encima.
Todos los de la mesa tenían sus miradas puestas en esos dos hombres. Estaban mudos, pero atentos, temerosos, pero alertas.
-Tal vez sea sólo por esta noche.-le dijo Victorio, sin saber bien por qué.
-¿Y eso qué cambia?-le preguntó Pablo César, que ahora sí lo miró. Era una mirada lenta, pesada.
-En serio, ¿qué pensás hacer?-insistió Victorio.
-Irme.-
-¿A dónde?
-No lo sé. Y no me importa. Y no creo que le importe a nadie. Y menos a vos.-
-No me grités.-lo paró Victorio.
-Perdona, no fue mi intención.-le dijo Pablo César.
Se hizo un silencio en la mesa. Se empezaron a escuchar las primeras notas de Jacinto Chiclana.
-No jodamos Victorio, esto hace rato que se veía venir. No sólo vos y yo lo sabíamos. Lo sabían todos los que están aquí. Hasta la dueña del boliche. Me voy.-dijo Pablo César.
Todos hicieron un movimiento como para saludarlo, pero él dijo:
-Nada de despedidas.-y empezó a caminar hacia la puerta.
Todos lo siguieron con la mirada. Lo vieron mezclarse con la gente. Lo vieron alcanzar la puerta. Dejaron de verlo.
Vaya a saber qué rumbo tomó, tal vez agarró para el lado más solitario de San Telmo.

Cuando Pablo César se encontró en la vereda, solo, miró hacia un lado y hacia otro, alzó la cabeza al cielo: “Había de estrellas como para marearse mirándolas, unas encima de otras”. Se levantó las solapas del saco. Se puso las manos en los bolsillos, y empezó a caminar hacia  Constitución. Atrás habían quedado Victorio y todos los de la mesa, y más atrás Rosendo Juárez, Francisco Real, y la Lujanera, y más atrás, mucho más atrás, Gala. Gala.

LA FOTO DE LA OTRA HABITACIÓN


LA FOTO DE LA OTRA HABITACIÓN

Sin saber porqué se sorprendió, observando el decorado que lo rodeaba. Con la mirada recorría las paredes de la habitación. Los cuadros colgados. La araña con caireles en forma de rombos. La ventana que da a la calle. La silla junto a la ventana. El placard. En la mesita de luz, el libro que está leyendo, y sobre el libro los anteojos. Un cenicero lleno de colillas de cigarrillos junto al libro. Sobre la cómoda, otro cenicero lleno de colillas. Ese cenicero está en el extremo izquierdo de la cómoda, izquierdo observado desde la posición de él. En el otro extremo de la cómoda,  la cabeza del David, que le trajo el recuerdo del anticuario de San Telmo al que se la compró: León. El Arca de León. ¿O El Arcón de León? Duda. Entre el cenicero y la cabeza del David, la torre, donde guarda las piezas del juego de ajedrez que le regaló ella. Los zapatos en el piso, debajo de la cómoda, junto a los zapatos las medias. La camisa  y el pantalón tirados a los pies de la cama. El cubre cama, en el suelo, de su lado. De su lado, también, dos botellas de whisky, una vacía, la otra por la mitad. Uno a uno, con la mirada y con la mente, repasa revista a los cuadros colgados de las paredes: una Diana, desnuda, con un arco entre sus manos, está como descansando, mira hacia el suelo; una Gioconda, enmarcada en el centro del cuadro, vuelto a enmarcar; dos desnudos de Modigliani, en uno, la modelo está sentada en una silla, detrás, junto al brazo izquierdo, un trozo de género sobre un mueble, no se sabe muy bien qué es, o al menos él no lo sabe; en otro desnudo se puede ver a otra modelo dormida, o haciendo como que duerme, con la cabeza inclinada sobre su hombro izquierdo, si bien desde su distancia no lo alcanza a ver, sabe que ese cuadro, Modigliani lo firmó arriba, sobre el margen derecho; y así, de uno en uno, iba pasando del cuarto de Van Gogh, con su cama, su mesita, sus sillas, los cuadros colgados de las paredes, y en la del fondo, la ventana, a la maternidad de Picasso, con tres figuras en primer plano, con una en el segundo, y con dos en el tercero; al rostro de Martín Fierro, de Castagnino, y a los caballos  de Castagnino. El cuarto de Van Gogh, le trajo a la memoria el desagradable recuerdo que alguien se llevó, la reproducción de los zapatos de Van Gogh, ¿habrá sido ella? En la silla que está junto a la ventana, quedaron ropas de ella. También le vino a la memoria, el reportaje que le hizo a Olga Orozco, dónde le preguntó:
-¿Por qué el poema a los zapatos de Van Gogh?-
-Porque producen un sentimiento de desamparo. De intemperie. De soledad.-
También vino a su memoria, lo que le dijo Olga a Smerling, apenas terminaron el reportaje:
-Qué amiguito te trajiste. Qué manera de preguntar.-
-¿Dios o Rimbaud?-eso le preguntó.
-Dios, siempre Dios.-le respondió ella.
Él, ahora, tirado sobre su cama, con las manos detrás de la nuca, no puede evitar, pensar, el desagrado que le produjo esa respuesta.
Él, tirado sobre su cama, con las manos detrás de la nuca, fija su mirada en la araña con caireles. Caireles romboidales. Cierra los ojos. Tarda en abrirlos. La araña, por supuesto, sigue allí. Como si lo estuviese esperando. Separa su mirada de ese objeto, y ahora la detiene, sobre una mancha de humedad, que está en un rincón del techo, a su derecha, allí donde se juntan las dos paredes con el techo. Él quiere descifrar esa figura, pero no lo logra.
Él vuelve a cerrar los ojos. ¿Ella volverá como lo hizo otras veces? ¿O no regresará más a esa habitación?  ¿Sus ojos nunca más verán la mancha de humedad, la ventana, la silla junto a la ventana, la cómoda, la cabeza de David, la torre con las piezas de ajedrez, que le regaló ella? Tampoco verá las fotos de ella, que cubren las puertas del placard, del lado de adentro. Tampoco la foto en que están juntos. Pero esa foto está en la otra habitación, sobre uno de los ánqueles de la biblioteca. En esa foto, que está en la otra habitación, los dos,  están sonriendo.

miércoles, 4 de abril de 2012

EL AZAR



  EL  AZAR

El azar me llevó hacia ellos. No recuerdo qué andaba haciendo por ahí, caminando por Lavalle, a esa hora, dos de la tarde. Iba a entrar en el bar de Carlitos, cuando desde la puerta, los veo a los dos sentados a una mesa, por supuesto, giré y me fui.
         Dije el azar porque nunca anduve detrás de ella, de su celular, de sus mails, persiguiéndola, acechándola, preguntándome si me ocultaba pequeñas o grandes cosas. Nunca tuve interés por su pasado, o al menos así lo creía. Pero desde el momento que la vi junto a ese tipo, despreciable, para mí, nació mi curiosidad, mi preocupación por la cara oculta de esa bella mujer, con la que compartía lecturas, amigas y amigos comunes, juegos perversos, juegos adulterados, juegos vertiginosos, vicios y adiciones, opiniones encontradas, confesiones y secretos, ternuras, violencias, miedos.
         No nos amábamos, hacíamos la amistad, eso creíamos, pero no era lo que latía en nuestros corazones.
         El marido era belga, decía que era belga, a mí no me importaba, ahora no sé si no me importa.
         El tipo con quien la sorprendí, posa de una especie de Faulkner, de un consumado maestro de la economía del lenguaje, de un duro, y a la vez de un poeta de los silencios, de los blancos en la hoja  blanca.
         El tipo con quien la sorprendí, vive demostrando en sus libros todo el daño que nos hicieron y nos hacen los caudillos populistas de estas bárbaras regiones. Lo simpático de este esfuerzo, de esta noble tarea, es que este tipo, despreciable, para mí, es estalinista.
         ¿Y ella qué es? ¿Una hipócrita, una cínica, una impostora, o una cobarde, como yo? En definitiva ella es todo lo que muestra, todo lo expone a la mirada de los otros, y todo lo que oculta, como yo. Como todos.
         Me oculta cómo se comporta en la cama con ese individuo. Lo va a tener que contar todo, detalle por detalle. Lo contó todo.

´´´

         El tipo le sugirió que comprara un collar y una cadena para perro, ella compró el collar y la cadena. Él le pidió que le ponga el collar y lo trabe con la hebilla. Lo hizo. Estaban totalmente desnudos en el dormitorio del tipo, en el departamento que tenía, y tiene, en la calle Superí. El tipo vivía allí con su mujer, que lo dejó, y se fue a vivir a Córdoba y después a Santiago del Estero. Según cuenta el tipo, la mujer se la pasa diciendo a todo el mundo, que él intentó tirarla de un quinto piso, de un albergue transitorio.
         El tipo se puso en cuatro patas y le pidió a ella, que lo arrastrará por todo el departamento. Ella obedeció. Fueron al living, al baño, a la cocina, al lavadero. Ella le preguntó si quería que lo llevara al balcón, él le dijo que no. Ella insistió, él volvió a decir que no.
         El tipo le exigió que vaya al sex-shop, de avenida Belgrano, que está cerca de la casa de ella y comprara lo que le guste; le dio el dinero. Ella eligió ropa interior negra, zapatos verdes de tacos altos, medias verdes caladas, ligas rojas, una campera y una pollera corta de jean verdes, dos muñequeras de cuero negro, con tachas amarillas y un cinturón negro, de cuero, con tachas amarillas.
         Él, sentado en el living, cuando la vio entrar vestida con todo eso, le dijo:
         -Mi mujer tiene mejor gusto.-así la atacó el tipo, y ella le contestó, sin vacilar:
         -Pero te dejó.-
         -Vos también me vas a dejar.-
         -Primero me voy a sacar bien las ganas, el gusto de vos. Me voy hacer cojer mejor que ella. Te lo juro.-
         -¿Tan segura estás?-
         -Cuando deseo algo, lo consigo. No me importa el precio que tenga que pagar.-
         -Puedo resultarte muy caro.-
         -Peor para mí, pero no  imposible.-
         -¿Cuál es el precio que más pagaste, y por quién?-
         -Por un ciego.-
         -¿Cómo fue eso?-
         -Me casé.-
         -¿Vos estuviste casada con un ciego?-
         -Durante dos años y medio, casi tres.-
         -¿Tanto te gustaba el ciego?-
         -Era un hermoso animal, alto, fornido, elegante, una verdadera bestia sexual. En verdad bisexual.-
         -¿Cómo empezó eso?-
         -En el ascensor del edificio en que vivía. Sin decirme una palabra se me tiró encima. Lo acepté. Le di la boca. Me la perforó con la lengua, yo sentía que rimaba con el pedazo de carne que tenía entre sus piernas y apoyaba sobre mi vientre. Hacía magia, prodigios, con esa lengua. Me hacía hacer y decir lo que quería. Cuando me agarraba del culo y después de los muslos y me subía a la mesa que tenía en la cocina, junto a la ventana, que da al edificio de enfrente, y metía su cabeza entre mis piernas y me chupaba la concha, sufría de tanto placer, me perdía, me hundía en silencios lentos, suaves y profundos, para después estallar en ¡Hijo de puta! ¡De mil putas! Me ¡matás! ¡Matame! ¡Matame! Y quería que eso no terminara nunca, y le pedía y le rogaba y le exigía, le exigía que siguiera: ¡Seguí, seguí! Pero era tan hijo de puta, que muchas veces interrumpía su trabajo, según él, decía que eso era un trabajo, y tenía razón, es un trabajo, el más justo, el más sublime, y él, cruel, lo interrumpía, para hacerme girar en el vacío, ese vacío no es la nada, es dolor, pero no dolor de placer, de goce, es dolor de abandono, de ausencia, de sentirse sola, de saberse sola, de no tener de dónde asirse, de dónde agarrarse, es como sentirse viva, pero agonizando, y de repente volvía a hundir su cabeza entre mis piernas y hundir su prodigiosa lengua en mí, en mi vagina, en mi concha, y yo dejaba de agonizar.
         Cuando ese trozo de carne que tenía entre sus piernas me lo metía por adelante o por atrás, sus sacudidas eran feroces,  me hacia aullar, como aullaba mi madre, cuando alguno de los peones del campo que teníamos en Junín, la poseía entre la leña y las montañas de papas.-
         -¿Y tu padre?-
         -Se volvió a España. Me gustaba todo lo que me hacía el ciego, pero lo que más disfrutaba, era que me cojía sin forro, nunca tuve miedo, y nunca me pasó nada. Él siempre estaba lleno, cargado de leche, y cuando abría las compuertas, una marea alta, incontenible, se convertía en aluvión, no sólo me llenaba la concha de semen, también el semen corría libre por mis piernas, y todo eso lo disfrutaba  como la hembra,  como la yegua que soy. Pero las calenturas como el amor, tienen fechas de vencimiento.-
         -Una hermosa historia. Podrías escribir algo.-
         -No me ocupo de sagas familiares, y menos de historias donde lo erótico se confunde con lo pornográfico y lo obsceno, y lo escatológico.-
         -Pero vos practicas todo eso. Y con un talento singular.-
         -Es cierto, pero no me gusta hacerlo público, y menos en un libro. Tengo hijos.-
         -Yo también tengo hijos, dos, y una hija.-
         -¿Y no sentís vergüenza, pudor ante ellos?-
         -Ellos no tienen vergüenza de drogarse, tomar alcohol hasta reventar, y presentarse ante mí y ante su madre, ¿por qué tendría yo que censurarme?-
         -Vos los trajiste al mundo. Ellos no te pidieron venir aquí. Vos decidiste por ellos.-
         -También otros decidieron por mí.-
         -Con más razón. Vos eras consciente de lo que te hicieron a vos, entonces eras el menos indicado para decidir por ellos, y arrojarlos a esta mierda. Mirá lo que somos nosotros. Yo, una puta, vos un perverso. Peor, yo casi una puta, vos casi un perverso. Yo no le llego ni a las ligas de la esposa, ni a los calzones de la suegra del divino Marqués, y vos ni a los escarpines del Marqués.-
         -Yo conocí el amor, y supongo que vos también.-
         -Es cierto, ¿de qué nos sirvió? De nada. Claro que amé al padre de mis hijos. Él también me amó. Pero cuando el amor empezó agonizar, apareció la realidad, la verdadera, la única, y aquí estamos, yo con este disfraz, vos, desnudo, masturbándote.-
         -Vení, chupámela.-
         Fui hacia él.

´´´

         Le pregunté qué sabía él de mí, de nosotros.
         -Muchas cosas.-
         -¿Por ejemplo?-
         -Que lo detesta, como hombre y como escritor.-
         -¿Sólo hasta ahí?-
         -No. Como somos íntimamente.-
         -¿Muchas precisiones?-
         -Las necesarias.-
         -Velas. Vibradores. Inodoro. Bidé. Bañera. Dulce de uva. Finlandia Light Cheddar… Manzanas verdes…-
         -Ropa interior negra-zapatos verdes de tacos altos-medias verdes caladas-ligas rojas-campera y pollera corta de jean verdes-muñequeras negras con tachas amarillas-cinturón negro con tachas amarillas.-
         -Gracias.-
         -No lo pude evitar.-
         -¿Te obligó?-
         -Para nada.-
         -Entonces, ¿por qué?-
         -Te lo dije, no lo pude evitar. Era una necesidad. Le tenía que contar cómo te disfrazabas.-
         -Y lo que hacés con tu marido, ¿también le contás?-
         -No.-
         -¿El tema es conmigo?-
         -Sí.-
         -¿Por qué?-
         -No lo sé, o sí, lo sé, pero no sabría explicarlo.-
         -Vamos mal.-
         -Pienso que sí.-
         -¿Cuánto hace que te acostás con ese imbécil?-
         -Desde que volví del Perú.-
         -¿Allí se conocieron?-
         -Sí. En el congreso de escritores de Lima.-
         -Un flechazo. Amor a primera vista.-
         -Ironizás porque te duele.-
         - Simplemente trato de comprender, de explicármelo.-
         -Sabés que no hay nada que explicar, que comprender, estas cosas suceden.-
         -A vos te sucedió.-
         -A mí, a vos y a él. No me hagas explicarte lo que ya sabés.-
         -¿Dónde te cojió la primera vez?-
         -¿Te volviste pelotudo vos?-
         -En todo caso vos me volviste pelotudo.-
         -¿Qué importancia tiene dónde me cojió la primera vez? Por si te des-an-gus-tia, por si te calma el dolor, en su departamento de Nuñez. ¿De qué te sirve saber eso? Además lo sabías.-
         -Te amo.-
         -Yo también.-
         -Lo sé.-

´´´

Me fue fácil matarla mientras dormía. Soy un cobarde. Siempre lo fui.

          
 Victorio Veronese