-Me vas a tener que cojer como a una judía en un campo de concentración.-
-No sé cómo se cojían a las judías en los campos de concentración.-
-Imaginá. Imaginá.-
Está solo en ese gran living, amueblado por una biblioteca que cubre dos paredes, un equipo de música, del cual se escucha una de las Polonesas, por Marta Argerich, una mesa de cedro, un diván doble, y cuatro sillas, todo bastante viejo y desordenado. Libros tirados por todas partes, ropas en el suelo, en el diván, zapatos junto a la biblioteca, el termo y el mate sobre la mesa, entre repasadores medios quemados y sucios, ceniceros llenos de colillas de cigarrillos, un par de zapatos de hombre junto al ventanal, de pie, allí, mira jugar al fútbol a un grupo de muchachos, sobre material sintético. Ella le había pedido que la esperara, y entró en su dormitorio.
-Ya voy, mi amor.-le dijo ella.-
-No hay apuro.-
-Me estoy poniendo linda para vos.-
-Lo sé.-
-¿Qué estás haciendo?-
-Estoy sentado en una silla. Recién estaba mirando, como juegan a la pelota, en la canchita de abajo.-
-Me tienen harta con los gritos. A veces están hasta las dos de la mañana. No me dejan dormir. -y levantando más la voz, le dice:-¿Sabés por qué esos pelotudos, juegan todo el tiempo al fútbol?-
-No.-
-Porque no cojen. Entonces las energías que no gastan en cojer, las gastan pateando la pelota. Son unos pajeros.-
-Vos no podés hablar mucho. Sos bastante pajera. Tenés como una docena de consoladores.-
-No son todos consoladores. Hay vibradores. Además soy bastante cojedora, para la edad que tengo. Amigas mucho más jóvenes, cojen cada año bisiesto.-
-A propósito, ¿de quién son esos zapatos, que están en la ventana?-
-¿Qué zapatos?-le pregunta ella, extrañada.
-Esos que están tirados ahí.-
-No sé.-
-¿Cómo que no sabés?-
-No sé, sino sé, no sé. Ni idea de qué zapatos me hablás.-
-Cuando los veas seguro que te vas a acordar. Tenés buena memoria.-le dice él con un tono ligeramente irónico.
Se produjo un silencio entre ellos. El piano se hizo más evidente. Él tomó un libro de una silla. Estaba abierto en la página sesenta y uno. Se puso a leer una parte marcada con lápiz: ''... Maya siguió acariciándome la espalda con sus dedos cálidos hasta que recuperé la erección.
Ella me guió en su cuerpo y, una vez adentro, me sentí tan feliz que no me atrevía a moverme por miedo de estropearlo todo. Al cabo de un rato, ella me dio un beso en una oreja y me susurró:
-Me parece que voy a menearme un poco.-
En cuanto empezó a moverse, descargué. Maya me dio un apasionado abrazo, como si mi actuación hubiese sido lo más fabuloso que había visto en su vida. Envalentonado por su aprobación, le pregunté por qué no parecía importarle la diferencia de edad.
-Soy un pécora egoísta -confesó- Lo único que me interesa es mi propia satisfacción.-
Y seguimos haciendo el amor, mientras se apagaba la tarde y llegaba la oscuridad. No he aprendido mucho desde aquellas horas en las que el tiempo parecía haberse detenido: Maya estuvo enseñándome todo lo que hay que aprender. Pero ''enseñar'' no es la palabra; ella, sencillamente, se complacía a sí misma y me complacía a mí, y yo iba perdiendo mi ignorancia. Ella se deleitaba en todos los movimientos, o, simplemente, sólo con tocar mis huesos y mi carne. Maya no era de esas mujeres para las que el orgasmo es la única recompensa por una actividad pesada: hacer el amor con ella era consumar una unión, no la masturbación interna de dos desconocidos en una misma cama.
-Mírame -me decía antes de correrse-, te gustará.-''
... Ella hizo su aparición en el living, vestida con un desavillé rojo, atado a la cintura, dejando ver sus pequeños pechos y sus largas piernas enfundadas en medias negras, sostenidas por ligas, que ella le mostró, abriéndose el desavillé. Tenía puestos unos zapatos negros de tacos altos. Estaba ligeramente maquillada. Se adelantó unos pasos, y le preguntó:
-¿Qué estás leyendo?-
El, que la había estado mirando desde que hizo su aparición, le dijo:
-Gracias.-
-¿De qué?-
-Porque más que una puta, parecés una amante.-
-Sos muy gentil -le dijo ella, y como desentendiéndose de la observación, repitió:- ¿Qué estás leyendo?-
-Como una veterana, se coje a un pendejo.-
-Ah, Maya.-
-Exacto. Qué, ¿andás entreverada con un pendéx?-
-Exacto.-le respondió ella, a manera de eco.
-¿Es el de los zapatos?-
-¿De los zapatos?-
-Esos que están ahí.-le dijo él, y le señaló el ventanal.
-¿Esos? No, no son de Alejo, son de José.-
-¿Cuál José, el histórico o el actual?-
-El actual.-
-¿No era que habías terminado?-
-Sí, pero la semana pasada quiso verme...-
-¿Y vos accediste?-le preguntó él, afirmativamente.
-Que sutil sos.-le dijo ella, con un mohín de disgusto.
-¿Te molesta que fume?-le dijo él con un dejo de ironía, como respuesta a su pequeño gesto de disgusto, y sacó un paquete de Camel Azul.
-Qué gentil estás hoy. Debés estar muy caliente. Debés tener muchas ganas de cojerme, de romperme el culo.-
El encendió un cigarrillo, y le dijo, siempre con ese dejo de ironía en la voz:
-¿Querés uno?-
-Por supuesto.-
Y le pasó el cigarrillo que había empezado a fumar.
-Gracias.-le dice ella, mientras toma el cigarrillo y lo lleva a sus labios.
El volvió a sacar otro del paquete y lo encendió. Después de dar unas pitadas, le dijo:
-¿Cuánto hace que nos conocemos?-
-Desde que me llamaba Matilde.-le contesto ella, echándole el humo en la cara.
-No me jodas, mujer.-
-¿Qué, te molesta?-
-Mucho.-
-¿El humo, o que te mentí, cuando te dije que me llamaba Matilde?-ahora su voz, también tenía un dejo de ironía.
-Las dos cosas.-
-Pero me cojías muy bien, en el departamento que tenía en la calle Franklin, cuando creías que me llamaba Matilde.-le dijo ella, acariciándole el pelo.
-Siempre te cojí bien.-se defendió él.
-Hoy me vas a tener que cojer como nunca. Porque me vas a cojer, como la judía que soy.-
-¡Cómo rompés las pelotas, con eso de judía!-le gritó él.
-¿Te molesta?-le dijo ella, mientras seguía acariciándole el pelo.
-Bastante.-
-Qué te molesta, ¿que sea judía?-insistió ella sin agresividad, pero sí con intención de fastidiarlo.
-Nunca me molestó, no sé por qué me tiene que molestar ahora.-le dijo él en tono serio.
-Justamente porque te estoy hinchando las pelotas.-
-Estás brotada.-
-Reconozco-que a veces-suelo brotarme-por mi condición de judía. Qué querés qué te diga, hoy me siento muy judía, muuuy judía -se puso detrás de él y lo rodeó con sus brazos, y le susurró en un oído:- También quiero decirte... que me siento muy puta...-
-Sos muy puta.-le dijo él, con una voz que comenzaba a tornarse seductora.
-Y a vos te gustan las putas.-también la voz de ella, era seductora.
-A mí me gustan las putas, pero más me gusta que la puta seas vos.-
-Decime cómo soy desnuda. Dibujame con palabras.-le pidió ella, mientras intentaba hacer anillos con el humo del cigarrillo.
Él le besó primero una muñeca, después la otra. Tenía unas manos hermosas. Manos de pianista. Las besó. Desde muy chica había estudiado piano. Antes de ir a la escuela ya sabía partituras de memoria, y las ejecutaba con bastante habilidad. No sólo participó en orquestas, llegó a dar conciertos sola. Todo eso se derrumbó a los dieciséis años. Cuando sorprendió a su madre con un primo haciendo el amor, en su propia casa, sentados en una silla, ubicada frente al espejo de la gran sala donde estaba el piano, esa misma sala y ese mismo piano, donde ella con su madre tocaban durante horas, juntas o separadas. Desde ese día, nunca más se sentó a un piano. Igual sigue escuchando música. Mucha. Liszt, Brahms, Grieg, Debussy, Ravel, Chopin, Chopin. Suele confesar, que a lo único que le es fiel es a la música. Esta Polonesa, por la Argerich, es una de sus preferidas. Respecto a la Argerich cuenta una historia, donde dice que la conoció, y que llegaron a estudiar juntas, y que ella, tocaba mejor. En realidad él no creía en esa historia, y en otras que ella le contaba, pero también era conciente que con ella, todo puede ser. Cruzarse con un mendigo en la calle, llevarlo a su casa, bañarlo con sus propias manos, darle de comer, metérselo en la cama, y al día siguiente echarlo sin darle un pedazo de pan o meterle unos pesos en el bolsillo.
-Tu cuerpo no es armonioso.-le dijo él
-Pero igual te gusta.-
-Demasiado. Sos delgada de arriba. Desde los hombros hasta la cintura. Tenés tetitas de pendeja.-
-Ya a los quince, dieciséis años, las tenía así. Nunca más crecieron.-
-Tenés un vientre liso, llano, un ombligo perfecto.-
-Te gusta acariciármelo con la pija.-
-Sí, me gusta acariciártelo con la pija, y con la lengua.-
-Con la lengua te gusta hacerme muchas cosas.-
-Lamerte toda. Chuparte toda. Mamarte la concha. Meterte la lengua en el agujero del culo, y quedarme allí, el mayor tiempo posible. A partir de la cintura sos amplia de caderas.-
-Y eso que no tuve crías.-
-¿Te hubiese gustado verte embarazada? ¿Dando de mamar?-
-Para nada. Nunca quise tener hijos, y no estoy arrepentida.-
-De concha sos estrecha. Muy cerradita. Cuesta un poco metértela.-esto él se lo dijo con una sonrisa que le abarcó el rostro.
-Un par de empujoncitos, nada más. Me hacés doler un poco, pero me hace feliz ese pequeño dolor. Me produce placer.-al rostro de ella, también lo ganó una sonrisa.
-Lo sé. Me gusta hacerte doler. Me gusta que ese pequeño dolor te produzca placer. Estás hecha para el placer.-el tono en que se lo decía, era muy dulce.
-A todas le debés decir lo mismo.-le dijo ella, pero no como reproche, como mimo.
-Qué importa lo que le diga a las demás. Importa lo que te digo a vos.-
-¿Entonces... me vas a cojer como nunca...?-
-Ya te estoy cojiendo.-
-No exageres.-
-Seguro que estás mojadita.-
-Por supuesto.-
-Vení, ponete aquí adelante, y dame las tetitas que te las voy a chupar.-
Antes de obedecer, ella le mordió el cuello. Esperó que la sangre se concentrara en ese pequeño círculo, donde había clavado sus dientes, cuando eso ocurrió, una sonrisa de triunfo brotó de sus labios. Una vez frente a él, le quitó el cigarrillo de los dedos y lo puso en un cenicero, hizo los mismos con su cigarrillo, lo dejó en otro cenicero. Ahora sí, soltó el desavillé de la cintura, y dejó su pechos al alcance de la boca de él. El los besó suave, lentamente. Luego los humedeció con la lengua, suave, lentamente. Ella tomó su seno derecho con la mano y lo introdujo en la boca de él. Él lo recibió con dulzura. Ella disfrutaba de esa dulzura. Permanecieron así, hasta que ella quitó ese pecho de su boca y le ofreció el otro. Él le dijo, en tono bajo, pero grave:
-Gracias.-
-Mordémela, despacito.-le pidió ella.
El obedeció. Mordió ese pequeño fruto despacio, suave, morosamente. El rostro de ella reflejaba placer. Un placer alejado de todo exceso, de todo desorden, de toda violencia. Era un placer contenido, pero no menos auténtico, menos real, menos legítimo, que el otro, ese al cual el deseo también aspira, y seguramente, más tarde, cuando el tiempo avance, y no parezca detenido como parece estar ahora, llegará el exceso, el desorden, la agresión, ese otro rostro del amor, del erotismo, que nace del vértigo existencial. Tanto ella como él lo saben. En este instante estaban invadidos por la dulzura, la ternura, la piedad. Sus agasajos mutuos, sus caricias, las inflexiones de sus voces, todo era placer, dicha, júbilo, felicidad contenida.
Unidos así, lentamente, continuaron por un largo instante, hasta que él, en un impulso se quita ese pequeño seno de la boca, hecha la cabeza hacia atrás, y lo escupe, y escupe al otro pequeño seno, escupe a los dos una y otra vez, y ella los ofrece para que él los siga celebrando, y sus celestes ojos se iluminan de alegría y todo su cuerpo estalla en una risa y los escupitajos parecen infinitos y parecen no tener fin; pero los tienen, él vuelve a la lentitud, a la suavidad, a la ternura, vuelve a llevárselos a su boca, ella lo observa, lo deja hacer, lo deja obrar, ella, a su manera, lo obliga hacer, a obrar, ella, con un movimiento preciso deja caer su desavillé al suelo, sólo quedan en su cuerpo las medias negras, sostenidas por las ligas, y los negros zapatos de tacos altos. Su vientre llano, liso, su impecable ombligo, su pubis, su sexo, sus amplias caderas, imponen su presencia, sometidos a la luz, que llega a través del ventanal. La escena se puede ver muy bien desde algunos de los edificios vecinos, ellos lo saben, pero no les importa. Ella le dice:
-Desvestite.-y lo ayuda a quitarse la ropa.
La camisa, el pantalón, el slip, los zapatos, las medias, van a reunirse con el desavillé rojo, que no sólo conserva el olor de ese cuerpo al cual servía, aún posee su tibieza.
Por un momento se observan, se miran, se recorren con las miradas. Avanzan. Se encuentran. Se acarician. Se besan. Ella deja de acariciarlo. El continúa acariciándola. El rostro. El cuello. Los hombros. Todo, con el dorso de sus manos. Ella se deja acariciar. Los brazos. Los pequeños pechos. El dibuja los contornos con sus dedos, él los contiene en el hueco de sus manos. Sus manos descienden por ese cuerpo que lo obsesiona, desde el tiempo que lo conocía como de Matilde, y repetía ese nombre: ''Matilde''-''Matilde''. A veces lo susurraba. A veces la llamaba a media voz, como buscándola, como si ella no estuviese entre sus brazos.
El, totalmente desnudo, con su sexo erecto avanza. Avanza sobre ese cuerpo que lo persigue tanto en los sueños como en las vigilias. Se abrazan. Se besan. Lengua contra lengua. El sexo de ella busca el sexo de él. El deja de besarla en la boca, y comienza a descender con sus labios y su lengua por el delgado cuello de ella, y por sus hombros, a los que compara con abismos arrojados por Dios, y se lo dice:
-Tus hombros son como abismos arrojados por Dios.-
Y se lo repite. Se lo repite mil veces. Y ella se lo agradece con palabras, con monosílabos, con breves, brevísimos susurros, y a veces, con silencios.
Deja esos abismos. Ahora sus manos y su boca vuelven a encontrarse con esos pequeños frutos, que vuelve a acariciar y a saborear. Y así, deteniéndose por instantes, en brevísimos espacios, sigue descendiendo: a su ombligo, a su pubis, a su sexo, aquí, la pausa es más larga y más afanosa, ella con sus suspiros hace todo más exigente, entonces él se prodiga con sus labios, con su besos, con su lengua, ella le acaricia el pelo, la nuca, atrae, presiona esa cabeza que tiene entre sus piernas hacia ella, hacia su sexo.
Comienza a andar hacia atrás y lo arrastra a él, que la sigue de rodillas. Ella logra su objetivo, alcanzar con sus nalgas la mesa. Él se hunde más entre sus piernas. Ella apoya las palmas de sus manos en la mesa, y se alza hasta lograr sentarse en ella. Abre más sus piernas. El que se vio obligado a separarse, se vuelve a hundir en ellas, va en busca de ese botón rosado para unos, va en busca de ese pétalo rojo para otros. Ella en su intento de echarse hacia atrás y abrir más las piernas, tira el termo que estalla en el piso, pero ellos no se detienen, él sigue en su busca, ella comienza a gemir, a jadear más aceleradamente, él trabaja febrilmente hasta conseguir rozar con su lengua ese pétalo rojo. Un cenicero y el libro que él estaba leyendo caen de la mesa.
La saliva de él se mezclaba con esas otras salivas, con esos zumos que manaban del sexo de ella.
-¡Metemelá! ¡Metemelá!-le grita ella.
Él no se detiene, sigue concentrado sobre ese pétalo rojo o botón rosado, sigue saboreando ese clítoris, sigue bebiendo esos jugos que manan generosamente de ese sexo, que bucea salvamente con su lengua.
-¡Metemelá! ¡Por favor, no seas hijo de puta, metemelá!-le grita ella, mientras se retuerse sobre la mesa, y con sus manos y pies va arrojando al suelo todo lo que encuentra a su paso.
El de golpe se detiene. Se pone de pie. Y le dice, le ordena:
-Vení. Vamos a la silla.-
Ella, no sin dificultad, baja de la mesa y lo sigue. El, ya sentado en la silla, la aguarda con su sexo erecto. Ella se quita los zapatos. Abre sus piernas, y violentamente se sienta sobre él, y con una mano toma el sexo de él y lo introduce con desesperación en el suyo.
-¡Yo no sé cómo carajo se cojían a las judías en los campos de concentración!-le dice él, mientras la penetra.
-¡Yo tampoco! ¡Pero cojeme hijo de puta! ¡Cojeme!-
-¿¡Y qué te estoy haciendo!?-
-¡Quiero más, no entendés que quiero más!-
-¡Y vas a tener más, seguro que vas a tener más!-
Él la agarra por debajo de los muslos, ella con sus piernas se trenza al cuerpo de él y se abraza a su cuello, él, sin dejar de penetrarla la alza, gira y se dirige al ventanal, al mismo sitio donde había estado mirando jugar al fútbol, seguían jugando al fútbol.
-Mirá, ahí los tenés a esos pajeros.-
-Me importan un carajo. Ahora me importa tu pija. La quiero bien adentro.-
-¿Y no la tenés bien adentro?-
-La quiero más adentro.-le dice, y busca su boca, y se la muerde.
Él también la muerde. Comienza a caminar con ella en sus brazos. Dan vueltas por el living hasta llegar al diván. Ella se suelta de su cuello, él quita su miembro del sexo de ella, ella se para sobre sus largas piernas que siguen enfundadas en las medias negras, y él le dice, le ordena:
-Date vuelta y dame el culo.-
Ella se sube al diván. Trata de encontrar la posición precisa. El, con el sexo erecto la observa, y espera, impaciente.
Ella logra acomodarse. Le ofrece sus generosas caderas, con sus bellas manos trata de separarlas, para que él la penetre y él lo hace, introduce su miembro duro, tenso, en ese agujero que en este preciso momento, para él, es el centro del mundo. Salvajemente se introdujo en ese abismo y salvajemente desea llegar a lo más hondo, ella también desea que llegue hasta lo más profundo. Cuando él buceaba en su sexo con su lengua, ella jadeaba, gemía, cuando la penetraba, gritaba, ahora aúlla, pero no como una amante, como una loba, y no lo hace en un desierto sin nombre, clama en este living caótico, que no sólo es un reflejo de su alma atormentada, también lo es del alma de él, que avanza y retrocede dentro de ella, con desesperación, en este preciso instante se sienten invictos, invulnerables, inmunes a todo, también a la muerte, en este preciso instante se reconcilian con Dios, aunque no exista.
Él se deja ir, descarga dentro de ella todo su deseo, todo su manantial caliente, toda sucal roja, y ella siente como esa cal roja, ese manantial caliente, todo ese deseo la invade, por eso aúlla como una loba, y como él, siente la presencia necesaria de Dios.