lunes, 30 de abril de 2012

GALA



                                                                         
                                                                                                    a Jorge Luis Borges

Cuando hizo su entrada triunfal en la gran sala, acompañada por Pablo César, no se bailaba, pero los acordes de un tango hacían su voluntad. Sabía que todas las miradas se concentrarían en ella. Era consciente de su figura de mujer fatal. Le gustaba que la consideraran una femme fatale.
Alta, morena, con su larga cabellera negra, avanzaba como arrasando con lo que encontraba a su paso. Esa amplia sonrisa en su boca generosa, y sus grandes ojos verdes eran algunas de sus armas  más seductoras. Lucía un vestido negro ajustado, que resaltaba sus formas. El escote denunciaba que no llevaba soutien. El largo del vestido permitía admirar sus bellas piernas. Verla, no daba sueño. A unos los saludaba desde la distancia, con un gesto de su brazo en alto y remarcando su sonrisa, a otros decididamente los abrazaba y besaba. A pesar de todas estas instancias, ella, apenas hizo su entrada triunfal lo ubicó a él, que estaba sentado al fondo del amplio salón con un grupo de amigos. Hacia allí se dirigía. Él recién se puso de pie cuando ella estuvo cerca. Se abrazaron. Se besaron. Él le dijo:
- Estás para que te decapiten.-
- Sos muy educado.-le contestó ella.
- ¿Por qué? - le preguntó él.
- Porque algunos de nuestros amigos, me dicen que estoy cojible. -
Los dos se echaron a reír. Y él le dijo:
- ¿Y vos qué preferís? -
- Tu poesía. -
Ella siguió saludando a los demás. El la miraba, no dejaba de mirarla. Después de los saludos se sentó entre Patricio y Federica, él  estaba sentado junto a Florencia, la hija de Federica,  que le dijo:
- Gala, enloqueciste a todos con tu entrada teatral. -
- La loca sos vos, que pensás que yo puedo enloquecer a alguien. -
- Fijate en esos tipos que están en la barra, como te fichan. -
Gala miró hacia la barra: comprobó lo que Florencia le decía:
-Lo siento, pero no me hago cargo.-le dijo con un ligero movimiento de hombros.
- Estás muy elegante. Ese bolso es divino. - la elogió Federica.
- Me lo regaló Bocha. -
- ¿Qué es de la vida de Bocha? - preguntó Patricio.
- Sigue enamorado de su mujer. - contestó Gala.
- ¡Ése es un hombre! -dijo Federica con intención.
-¿Lo decís por Patricio? - le preguntó Gala haciéndole el juego.
Patricio esbozó una leve sonrisa.
-¿Por qué no? - contestó Federica.

María Dolores dejó su mesa.
-Estás esplendida Gala.-le dijo.
-Gracias.-
-¿Cuánto hacia que no nos veíamos?-
-Desde el año pasado, creo.-
-Fue en lo de Pedro.-
-Vos también estás esplendida. Se te ve muy bien.-
-Los placeres.-le dijo María Dolores, con una sonrisa.
-Me estás diciendo que... ¿nada de amores?-
-Nada de amores.-
-Los placeres te tratan muy bien, por lo que veo.-
-No me puedo quejar.-reconoció María Dolores, sin dejar de sonreír.

Iba llenándose la gran sala. Las voces se entreveraban con la música. Las mozas vestidas con camisa verde, minifalda color ladrillo, sandalias negras, levantaban y llevaban pedidos.
Pablo César se había acercado a la barra, y conversaba con el de la caja, que estaba vestido todo de blanco, con un moñito rojo. Gala lo vio en esa actitud, y dijo:
-Mi hombre me abandonó.-
-No creo que alguien te abandone. Y menos por un tipo. Vos sí lo podes abandonar.-le dijo Florencia, que le gustaba hacerla hablar. Además echó una mirada significativa a Victorio, que seguía sentado junto a ella.

La música se iba perdiendo, los acordes del bandoneón, se alejaban lentamente, se oían como a lo lejos, estuvieron ahí un breve espacio, como detenidos en el tiempo, hasta desaparecer por completo.
Lo único que se oía ahora era el murmullo de las conversaciones y el ir y venir de la gente.
La gran sala se había llenado. Algunos estaban de pie.
Una mujer bajita, vestida con saco azul, pollera gris, zapatos del mismo color y tacos muy altos, de pelo rojizo y corto, avanzó, con paso seguro, y se detuvo en el centro de la sala. Las luces fueron bajando poco a poco, sin apagarse del todo, y un haz de luz hizo foco en ella. Se produjo un silencio general.
Era la dueña de la Mariposita, de San Telmo. Dijo que estaba allí, para darles la bienvenida a todos los presentes. Dijo que con esta reunión se iniciaba un ciclo, donde se recordaría a grandes figuras de las artes y las letras. Que Mariposita, de San Telmo, era un nuevo espacio que se sumaba a los tantos que Buenos Aires ya tenía, donde la cultura batallaba contra la vulgaridad que nos rodea.
-Sabemos que la lucha es desigual, pero no debemos abandonar nuestras trincheras.-dijo.
Y que hoy, veinticuatro de agosto, estaban allí reunidos para rendirle homenaje, en el día de su cumpleaños, a Borges. Y que el veintiséis era el de Cortázar. Y que también tenía el placer, la alegría de decirles, que mañana, veinticinco, cumplía años Victorio. Victorio siempre decía que había quedado como el jamón del sándwich, atrapado entre esos dos monstruos. Pero todos sabían que coqueteaba. Era muy soberbio.
Cuando Victorio se levantó para ir al centro del salón, Pablo César ocupó su lugar en la mesa.
Antes de retirarse, la dueña de casa, esperó a que Victorio se acercara... Se besaron. Luego se alejó, y lo dejó solo bajo el haz de luz.

Victorio empezó diciendo el soneto que le escribió a Borges, donde le habla del arroyo Maldonado, de Dante, de Virgilio, de la luna, y por supuesto, de Buenos Aires.
Cuando terminó, agradeció los aplausos, con pequeños movimientos de cabeza.
Dio dos pasos hacia su derecha, y dijo:
-“A mí, tan luego, hablarme del finao Francisco Real...”
Y ya estaba en El Hombre de la Esquina Rosada.
El público fue siguiendo el relato en silencio. Todo lo hacía con la voz, y algunos movimientos y gestos, muy pensados, muy precisos, pero, vaya a saber cómo, él lograba que parecieran espontáneos.
En un momento inclinó el cuerpo hacia adelante, y con autoridad, dijo:
-“… un silencio general, una pechada poderosa a la puerta, y el hombre estaba adentro”.-
Entonces señaló con el índice de su mano derecha al público que tenía enfrente, y dijo, también con autoridad:
-“El hombre, era parecido a la voz”.-
Era la voz que antes habían escuchado a través de la puerta, y que venía de la calle. Por eso se había hecho un silencio general, por esa voz, que ahora los habitués al salón de baile de Julia, de la esquina de Gauna y Maldonado, tenían de cuerpo presente.
Victorio siguió contando que el hombre de la voz, avanzó entre las chinas y el carreraje, sin preocuparse de insultos, trompadas, cachetadas, y algunos salivazos. Iba en busca de algo, mejor dicho, de alguien. Lo encontró apoyado en la pared del fondo, pitando un cigarrillo. Recién cuando estuvo cara a cara, con ese alguien que andaba buscando, se dio a conocer, y se oyó la voz de Victorio, diciendo:
-“Yo soy Francisco Real, un hombre del Norte. Yo soy Francisco Real, que le dicen el Corralero”.-
Y lo desafió a pelear. Y el otro, que era Rosendo Juárez, el Pegador, ante el asombro de todos, especialmente del hembraje, se negó al convite. Francisco Real volvió a desafiarlo. Rosendo Juárez, volvió a negarse. Ahí intervino la Lujanera. Fue hacia él, le metió la mano entre las ropas, y le sacó el cuchillo, y le dijo:
-“Rosendo, creo que lo estarás precisando”.-
Así, en la voz, en los movimientos y gestos de Victorio iban apareciendo: Francisco Real, Rosendo Juárez, la Lujanera, y casi al final del relato, el mismísimo Borges, a quien le dice:
-“Borges, volví a sacar el cuchillo corto y filoso que yo sabía cargar aquí, en el chaleco, junto al sobaco izquierdo, y le pegué otra revisada despacio, despacio, y estaba como nuevo, inocente, y no quedaba, no quedaba ni un rastrito de sangre”.-
Los aplausos y los ¡Bravo! ¡Bravo!, estallaron de todos los rincones, los que estaban sentados se pusieron de pie. Esta vez los pequeños movimientos de cabeza para agradecer, se convirtieron en inclinaciones del cuerpo, y aplausos del propio Victorio, agradeciendo a su vez al público, y  a Borges.
Todavía se escuchaban algunos aplausos, cuando Victorio regresó a la mesa.
-¡Estuviste genial!-le dijo Gala, poniéndose de pie.
-Gracias.-le dijo él.
-Dame las llaves de tu departamento. Esta noche, quiero que me decapites.-esto, se supone que lo dijo, en el mismo tono de la Lujanera, cuando le sacó el cuchillo de entre las ropas al Rosendo.
-Toma.-le dijo Victorio, y le entregó las llaves.
Ella las agarró, descolgó el bolso del respaldo de la silla, lo abrió, y guardó las llaves. Comenzó a saludar a uno por uno. Saludó a todos. También a Pablo César, que no se había movido de su lugar. Presenció todo en silencio. No dijo una palabra, no hizo un solo ademán, ni siquiera un pequeño gesto.
-Cuando llegués, toca el timbre tres veces.-le dijo Gala a Victorio, y se fue, de la misma manera que había entrado: arrasando con lo que encontraba a su paso.
Todos quedaron como petrificados, inmóviles, mudos, viéndola irse.
Hubo un espacio, un largo espacio, antes que Victorio, se dirigiese a Pablo César:
-¿Y vos, qué pensás hacer?
-Lo mismo que Rosendo Juárez.-le dijo provocadoramente, pero sin mirarlo.
-Yo no soy Francisco Real.-le contestó Victorio, pero sin sacarle la vista de encima.
Todos los de la mesa tenían sus miradas puestas en esos dos hombres. Estaban mudos, pero atentos, temerosos, pero alertas.
-Tal vez sea sólo por esta noche.-le dijo Victorio, sin saber bien por qué.
-¿Y eso qué cambia?-le preguntó Pablo César, que ahora sí lo miró. Era una mirada lenta, pesada.
-En serio, ¿qué pensás hacer?-insistió Victorio.
-Irme.-
-¿A dónde?
-No lo sé. Y no me importa. Y no creo que le importe a nadie. Y menos a vos.-
-No me grités.-lo paró Victorio.
-Perdona, no fue mi intención.-le dijo Pablo César.
Se hizo un silencio en la mesa. Se empezaron a escuchar las primeras notas de Jacinto Chiclana.
-No jodamos Victorio, esto hace rato que se veía venir. No sólo vos y yo lo sabíamos. Lo sabían todos los que están aquí. Hasta la dueña del boliche. Me voy.-dijo Pablo César.
Todos hicieron un movimiento como para saludarlo, pero él dijo:
-Nada de despedidas.-y empezó a caminar hacia la puerta.
Todos lo siguieron con la mirada. Lo vieron mezclarse con la gente. Lo vieron alcanzar la puerta. Dejaron de verlo.
Vaya a saber qué rumbo tomó, tal vez agarró para el lado más solitario de San Telmo.

Cuando Pablo César se encontró en la vereda, solo, miró hacia un lado y hacia otro, alzó la cabeza al cielo: “Había de estrellas como para marearse mirándolas, unas encima de otras”. Se levantó las solapas del saco. Se puso las manos en los bolsillos, y empezó a caminar hacia  Constitución. Atrás habían quedado Victorio y todos los de la mesa, y más atrás Rosendo Juárez, Francisco Real, y la Lujanera, y más atrás, mucho más atrás, Gala. Gala.

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