A MIGUEL HERNANDEZ
Pregunto por tu voz y pregunto por tu España: silencio.
Celdas de silencio, madrigueras de silencio,
guaridas, cárceles de silencio.
Miguel, tu oído está en el aire, en el agua,
en la cal, en la calentura de la tierra,
como tu canto y tu guitarra,
y yo me nutro de tu canto y tu guitarra.
Entre odas y sonetos, nanas de la cebolla,
entre un rayo que no cesa y un silbo vulnerado
la canción al esposo soldado
y ese eco de sangre y esa herramienta humillada
y ese fangal y ese polvo y ese calabozo
y este verdugo enlutando a España,
este maldecido y maldito modisto de la muerte,
esta bestia impura, este aborto,
siniestro pariente de la nada.
Miguel, estos inquisidores sin dudas y sin sueños,
trajeados de odio y sepultura y falsos rezos,
que sobornan y asesinan por monedas extranjeras,
son los mismos que condenaron a tu madre y tus hermanas
a un duro y áspero jornal;
aquellas campesinas españolas de pies y manos duras,
con cinturas de pesadilla y pechos agotados,
convertidas, entre el alba y el arroyo,
en lavanderas sin infancias;
vos las viste cosechar aceitunas,
hachar madera, amamantar,
las viste trillar centeno,
empuñar la hoz y la esteva,
andar y andar descalzas por las piedras,
las viste espigar rastrojos,
moliendo, amasando, pariendo,
las viste caminar por la nieve
con las espaldas dobladas
por el peso de la leña,
las viste remover la tierra
y blanquear las sábanas
silenciosas y resignadas
con sus cabezas cubiertas
por humildes pañuelos; sí
son los mismos que fusilaron a Federico,
los mismos que silencian tu canto y tu guitarra,
los atareados en su infierno,
las mismas botas y las mismas mitras,
esas eternas sumadoras de muerte.
Camarada, hoy, cinco de octubre
de mil novecientos sesenta y cuatro,
a las tres en punto de la tarde,
camino por tu tierra vestido y con zapatos,
por las calles deambulan el temor y la tristeza,
¡ay, cómo dolés Miguel, cómo dolés España!
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