a la memoria de Anton Chejov
Caminaba a lo largo del murallón, con el Montgomery puesto sobre los hombros, cuando lo sorprendió la sirena de la papelera anunciando el fin de la jornada de trabajo.
Los árboles con sus ramas desnudas, semejantes a brazos alzados, parecían despedir a esa figura silenciosa. Atrás el camino se perdía alcanzado por el bosque.
Los dos carabineros apostados en el lugar de siempre, lo saludaron ceremoniosamente, desde lo alto de sus cabalgaduras.
Ya en el segundo cruce aparecieron los primeros obreros en bicicletas. Algunos hablaban entre ellos a gritos, a través de las bufandas.
La cúpula de la iglesia se recorta severa contra el cielo plomizo.
Delante del Castillo, unos chicos juegan con sus tropos.
Por la avenida un grupo de obreros avanzan ruidosamente, tienen la alegría de los que esperan el descanso de fin de semana: unos irán al fútbol, algunos a beber cerveza, otros realizaran trabajos en sus casas.
En la plazoleta la fuente de mármol, que tanto luce en las estaciones cálidas, tiene un aspecto de soledad y abandono que entristece, la miró como si la viera por primera vez: Apolo y Dafne, no parecían Apolo y Dafne.
Se decidió por la calle de Los Reyes, flanqueada de casitas con sus techos a dos aguas totalmente descoloridos.
Entra en la tabaquería. Compra tabaco para la pipa y sale. Parece que va a dirigir sus pasos a la estación del ferrocarril, pero apenas le echa una mirada, y sigue sin detenerse.
Se calza el Montgomery, se cubre la cabeza con la capucha y comienza a bordear el camino. Atrás quedan el murallón del cementerio, la iglesia, la plazoleta, con Apolo y Dafne, la estación del ferrocarril, el Castillo, y tal vez, los chicos jugando con sus trompos.
Algunos obreros en bicicletas avanzan en su misma dirección. Él es el único que hace el trayecto a pie. Se ciñe el abrigo.
En el puente se detiene, y se queda mirando esa mansión que eleva su perfil pretencioso en medio de ese paraje invernal y solitario. El monótono murmullo del agua, sube desde el fondo del arroyo. Observa esa estructura, que no sólo le parece extraña, también la siente ajena, a pesar de haberla hecho construir él, hace treinta años. Una pequeña fortaleza.
-¿Para qué?-se preguntó en voz alta.
Y reanuda su camino.
Una chata tirada por caballo se aproxima.
Abre el portón y con paso resuelto cruza el jardín hasta la entrada principal, el sirviente ya junto a él, le dice:
-Buenas tardes, general.-
-Buenas tardes, Manuel.-
Suben la escalera. En la sala se quita el Montgomery y se lo alcanza a Manuel mientras le dice:
-Está bien, puede retirarse.-
-Pero… ¿Y las botas?-se atrevió a decir Manuel.
-Le dije que puede retirarse.-
El tono enérgico no admitía replicas. El viejo sirviente giro lo más rápido posible y salió.
El general se deja caer en la silla que está frente al ventanal, y con sus grandes manos se cubre el rostro. Parece vencido. Se siente vencido. Está vencido. Envejeció de golpe, las arrugas que le surcan la frente parecen más profundas, el cabello blanco más blanco, hasta la ropa que lleva parece más raída.
Todo había sido repentino. Como un alud. Todo era como un sueño aún, una horrible pesadilla. Despertaría de golpe o no, de todas maneras ya nada sería como antes.
El era un soldado, había estado en el frente de batalla y sabía muy bien que era el horror. Vio morir a su amigo, el general Valentín, alcanzado por una granada en pleno rostro, vio morir a sus mejores soldados, y a tantos camaradas de armas, también él enfrentó al absurdo rostro de la muerte, cuando fue herido, entonces todo su valor se puso de manifiesto, no sólo demostró fortaleza física, además un espíritu templado para afrontar las circunstancias más adversas, pero ahora era distinto, ahora los ojos se le llenaron de lágrimas.
Deja el tabaco sobre la mesa junto a la pipa, al verla recuerda que se la regaló ella, es una hermosa pipa, como le gusta a él, una pipa de espuma de mar. La toma en su mano. Tiembla, su enorme figura, ahora empequeñecida tiembla, los sollozos lo sacuden rítmicamente.
-Victoria… Victoria… ¿Por qué? ¿Por qué?-
El llanto, incontenible, cae por su rostro.
-… Victoria… Victoria… ¿Por qué? ¿Por qué?-repite.
En un repentino impulso arroja la pipa contra el suelo, mientras dice:
-¿Por qué Dios? ¿Por qué?-
Él sabe que esa pregunta es más que una pregunta, porque a Dios no se le pregunta por sus decisiones, preguntarle a Dios en una ofensa, una blasfemia, pero su dolor no se detiene ante nada ni ante nadie, y Dios no es una excepción, al contrario, Él es el único que puede y debe responder… Pero el silencio llenaba la habitación, atravesaba las paredes, cubría el mundo.
Le pareció escuchar ruidos en la escalera. Tal vez pasos. Se puso firme, tratando de contener el llanto, de armar su figura, de recuperar su invulnerabilidad, subir al pedestal.
Sí, alguien se había detenido ante la puerta. Prestó atención.
-¿Manuel, es usted?-
Como respuesta recibió ladridos. Kurt, el fiel Kurt. Fue hacia la puerta y la abrió. Es un hermoso animal, un ovejero alemán, que enseguida husmea los trozos de pipa en el suelo. El general se agacha y comienza a recogerlos. Toma los trozos cuidadosamente, como si fuesen las alas de un pajarito herido. La madera muestra sus nervaduras en carne viva. Los ojos vuelven a llenársele de lágrimas.
Regresa al sillón. Kurt se echa a sus pies. Se desabotona el cuello de la chaqueta y a través de las lágrimas va tomando una rara conciencia del decorado que lo rodea, es su mundo cotidiano, sin embargo lo siente extraño. Allí está el piano, el piano al cual se sentaba Victoria, con su negra y larga cabellera que le llegaba más allá de la cintura, sus manos eran dos orquídeas blancas que crecían sobre el teclado, sentada al piano era la imagen misma de la música, un nocturno de Schumann o de Chopin.
-Kurt…-
El animal alerta las orejas y alza la cabeza hacia su dueño.
-… Nunca más se sentará al piano… Nunca más… Ni jugará en el jardín con vos. Ni entrará corriendo y me besará y dirá papá, papá… Qué hare sin mi niña… Qué será de este pobre viejo… Sí Kurt qué será… Este piano no tiene sentido sin ella…-
El perro, inmóvil, con la cabeza erguida, sigue la letanía de su amo.
-…Nunca más vamos a ir a esperarla a la estación… Te gustaba ir, ¿no Kurt? A mí también. Estaba orgulloso de ella… Me gustaba que nos vieran juntos. Nos miraban, murmuraban, algunos con respeto, con admiración, otros con envidia, esto no me importaba, nunca me había importado, pero ahora sí, ahora me importa…-
Se levanta. Se aproxima al ventanal: unas sombras imprevisibles se alzan sobre los pinos, sobre las ramas desnudas de los abetos. Dos obreros en bicicletas se alejan por el camino, seguramente se detuvieron a beber una copa antes de retornar a sus hogares. El general se vuelve y fija su mirada en el cuadro que cuelga de la pared, va hacia él.
-… Kurt…-
El perro alza la cabeza hacia la voz.
-… Ahí tenía catorce años… Ahí está igual a su madre, a la que casi no conoció… Eso, eso que tiene entre sus manos, entre sus hermosas manos, es la cajita de música que le regalé, que le traje de Holanda. Qué contenta se puso cuando la vio, lloró de alegría. No sabía cómo agradecerme. Me besaba, me apretaba, me abrazaba, hasta me llamó por mi nombre… Pedro… ¡Pedro!... Y ahora todo esto, Kurt, qué sentido tiene… Para qué esta inmensa sala… Este piano… Ese cuadro pintado al óleo… Al óleo… Qué quiere decir al óleo, Kurt, qué quiere decir…-
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