lunes, 30 de abril de 2012

Cuaderno de Narrativa

                                                       anteayer
                                                      ayer
                                          hoy                          




LUISITO




 Le parece que no va poder, que no va a decidirse.
 -¿Cómo te va Juan Carlos?-
 -Bien, bien. ¿Y a usted, doña Emilia?-
 -No me llamés doña Emilia.-
 -Y usted no me llame Juan Carlos.-
 -Juancito.-
 -Emilia.-
 -Emi.-
 La tenía ahí, en pantalones y sacón de piel, sonriéndole. Tenía que animarse, si no le iba a pasar lo de siempre, no poder dormirse, si antes no se masturbaba pensando en ella.
 -… Venga, pase, tengo algo para su hijo.-
 -¿Qué?-
 -Unos libros que le prometí. Pero venga, pase.-
 -Anda a buscarlos, te espero.-
 -Entre…-
 -Te espero.-
 -Voy a creer que me tiene miedo, entre un minuto...-
 -Bueno, pero un segundo, estoy apurada.-
 Entró.
 -¿Está tu mamá?-
 -No, no hay nadie. Bah, nadie no, está Nerón, el perro...-
 -Basta que no me muerda.-
 -Creo que está atado.-
 -¡Ah, creés!-
 “Ya está adentro”, pensó Juan Carlos. El perro movió la cola en señal de saludo. La hizo subir a su cuarto.
 -Qué ordenado tenés todo.-
 -Mi hermana.-
 Juan Carlos temblaba. “¿Y ahora?”. Se abalanzó sobre la mujer.
 -Usted me gusta… Vos me gustás…-
 -Soltame, soltame…-
 Emilia no hace muchos esfuerzos por soltarse. Fue más fácil de lo que Juan Carlos imaginó. Se besaron. Ella le ofreció la lengua, Juancito se la chupó, le chupó los labios, los ojos, las  orejas, ella se aferró más y más a él… y en un momento él sintió el calzoncillo mojado. Abajo, en el patio, Nerón se puso a ladrar.
 Ya desnudos en la cama, Juan Carlos se sentía avergonzado.
 -Te pusiste nervioso, te asustaste.-
 Ella trata de consolarlo, le acaricia el pelo, le besa el hombro, la oreja, la recorre con su lengua, la cubre de saliva, la muerde suavemente, mientras le dice:
 -No es nada, no tiene importancia. Si nos ponemos de acuerdo, la próxima vez no te va a pasar esto, ¿eh? Vas a ver como todo va a salir de maravillas. ¿Sí?-
 -Sí…-
 “Tanto miedo, tanto pensar, para llegar a esto…”
 -Juancito…-
 -¿Qué?-
 - Sos blanquito, muy blanquito.-
 -Sí.-
 -Se te pueden contar las costillas, estás flaco, igual que Luisito, una, dos, tres… Dame un beso.-
 La besa en la boca, pero sin fuerzas, sin deseos, sin ganas. Emilia se arrodilla, le brillan los ojos y tiene hilos de saliva en la comisura de los labios, lenta, lentamente, muy lentamente le acaricia el miembro. Juan Carlos de espaldas, en silencio, inmóvil, confundido, le dejar hacer, ella se inclina hasta alcanzar el miembro con su boca, y comienza a chuparlo suave, suavemente, muy suavemente, sí, él siente las manos, los dedos, los labios, los dientes, la lengua, la saliva, pero igual no tiene fuerzas, no siente deseos, no tiene ganas, y se echa a llorar, entonces ella deja de insistir.
 -No es nada, no te preocupés. Lo que pasa es que estás nervioso. Vas a ver que la próxima vez, cuando nos pongamos de acuerdo, todo va a salir bien.-
 Emilia se levanta y empieza a vestirse.
 -Dónde dejé las medias… Ah, aquí están.-
 En el patio, Nerón vuelve a ladrar.
 -Luisito es puto.-
 Emilia se vuelve y lo mira fijo.
 -Sí, es puto, es marica.-
 -Sos una porquería, lo decís por lo que te pasó a vos, sos un pendejo de mierda.-
 -No, es puto. Yo me lo cojí.-
 De repente se vio tomado de los pelos, abofeteado, arañado.
 -Repetí, repetilo… ¿qué decís de mi hijo? ¡Qué decís! ¿Qué es qué?-
 -¡Puto! ¡Qué es puto!-
 Luchan. Luchan. Él tiene gusto a sangre en su boca, ella le clavó las uñas en los labios. Él la empuja sobre la cama, le arranca las pocas ropas que  logró ponerse y se arroja sobre ella, ella se defiende, se defiende hasta que siente el sexo duro de Juancito y deja de defenderse. Ahora ella también, como él, es ganada por el deseo, el deseo del goce, del placer, del bien. Juancito le chupa los pezones, se los muerde, le muerde las tetas, le echa la cabeza hacia atrás tirándole el pelo y la penetra, se mueve y la penetra, ella no sólo abre más sus piernas, también se mueve, gira con él, disfruta con él, él encima de ella, ella encima de él, giran sobre las sábanas, sobre la almohada, él la insulta, le dice:
 -¡Puta! ¡Puta!-
 Y la penetra y la penetra, y la sacude y la sacude, y ella le dice:
 -¡Sí, así, así! ¡Así! ¡Seguí, seguí!-
 -¿Le gusta? Perdoname, ¿te gusta? Claro que te gusta, si sos muy puta,
muy puta, en este momento no te importa que Luisito sea puto…-
 -¡Seguí, seguí…!
 -Luisito es puto, putooo…-
 -¡Sos un pendejo de mierda!, pero es  verdad, en este momento no me importa lo que me  decís, quiero que me cojas.-
 -Es puto, puto…-
 -Cojeme, seguí cojiendome, sacudime, sacudime…-
 Allá afuera, en el patio, Nerón sigue ladrando.

LA PRESENCIA DE DIOS





-Me vas a tener que cojer como a una judía en un campo de concentración.-
-No sé cómo se cojían a las judías en los campos de concentración.-
-Imaginá. Imaginá.-
Está solo en ese gran living, amueblado por una biblioteca que cubre dos paredes, un equipo de música, del cual se escucha una de las Polonesas, por Marta Argerich, una mesa de cedro, un diván doble, y cuatro sillas, todo bastante viejo y desordenado. Libros tirados por todas partes, ropas en el suelo, en el diván, zapatos junto a la biblioteca, el termo y el mate sobre la mesa, entre repasadores medios quemados y sucios, ceniceros llenos de colillas de cigarrillos, un par de zapatos de hombre junto al ventanal,  de pie, allí, mira jugar al fútbol a un grupo de muchachos, sobre material sintético. Ella le había pedido que la esperara, y entró en su dormitorio.
-Ya voy, mi amor.-le dijo ella.-
-No hay apuro.-
-Me estoy poniendo linda para vos.-
-Lo sé.-
-¿Qué estás haciendo?-
-Estoy sentado en una silla. Recién estaba mirando, como juegan a la pelota,  en la canchita de abajo.-
-Me tienen harta con los gritos. A veces están hasta las dos de la mañana. No me dejan dormir. -y levantando más la voz, le dice:-¿Sabés por qué esos pelotudos, juegan todo el tiempo al fútbol?-
-No.-
-Porque no cojen. Entonces las energías que no gastan en cojer, las gastan pateando la pelota. Son unos pajeros.-
-Vos no podés hablar mucho. Sos bastante pajera. Tenés como una docena de consoladores.-
-No son todos consoladores. Hay vibradores. Además soy bastante cojedora, para la edad que tengo. Amigas mucho más jóvenes, cojen cada año bisiesto.-
-A propósito, ¿de quién son esos zapatos, que están en la ventana?-
-¿Qué zapatos?-le pregunta ella, extrañada.
-Esos que están tirados ahí.-
-No sé.-
-¿Cómo que no sabés?-
-No sé, sino sé, no sé. Ni idea de qué zapatos me hablás.-
-Cuando los veas seguro que te vas a acordar. Tenés buena memoria.-le dice él con un tono ligeramente irónico.
Se produjo un silencio entre ellos. El piano se hizo más evidente. Él tomó un libro de una silla. Estaba abierto en la página sesenta y uno. Se puso a leer una parte marcada con lápiz: ''... Maya siguió acariciándome la espalda con sus dedos cálidos hasta que recuperé la erección.
Ella me guió en su cuerpo y, una vez adentro, me sentí tan feliz que no me atrevía a moverme por miedo de estropearlo todo. Al cabo de un rato, ella me dio un beso en una oreja y me susurró:
-Me parece que voy a menearme un poco.-
En cuanto empezó a moverse, descargué. Maya me dio un apasionado abrazo, como si mi actuación hubiese sido lo más fabuloso que había visto en su vida. Envalentonado por su aprobación, le pregunté por qué no parecía importarle la diferencia de edad.
-Soy un pécora egoísta -confesó- Lo único que me interesa es mi propia satisfacción.-
Y seguimos haciendo el amor, mientras se apagaba la tarde y llegaba la oscuridad. No he aprendido mucho desde aquellas horas en las que el tiempo parecía haberse detenido: Maya estuvo enseñándome todo lo que hay que aprender. Pero ''enseñar'' no es la palabra; ella, sencillamente, se complacía a sí misma y me complacía a mí, y yo iba perdiendo mi ignorancia. Ella se deleitaba en todos los movimientos, o, simplemente, sólo con tocar mis huesos y mi carne. Maya no era de esas mujeres para las que el orgasmo es la única recompensa por una actividad pesada: hacer el amor con ella era consumar una unión, no la masturbación interna de dos desconocidos en una misma cama.
-Mírame -me decía antes de correrse-, te gustará.-''
... Ella hizo su aparición en el living, vestida con un desavillé rojo, atado a la cintura, dejando ver sus pequeños pechos y sus largas piernas enfundadas en  medias negras, sostenidas por ligas, que ella le mostró, abriéndose el desavillé. Tenía puestos unos zapatos negros de tacos altos. Estaba ligeramente maquillada. Se adelantó unos pasos, y le preguntó:
-¿Qué estás leyendo?-
El, que la había estado mirando desde que hizo su aparición, le dijo:
-Gracias.-
-¿De qué?-
-Porque más que una puta, parecés una amante.-
-Sos muy gentil -le dijo ella, y como desentendiéndose de la observación, repitió:- ¿Qué estás leyendo?-
-Como una veterana, se coje a un pendejo.-
-Ah, Maya.-
-Exacto. Qué, ¿andás entreverada con un pendéx?-
-Exacto.-le respondió ella, a manera de eco.
-¿Es el de los zapatos?-
-¿De los zapatos?-
-Esos que están ahí.-le dijo él, y le señaló el ventanal.
-¿Esos? No, no son de Alejo, son de José.-
-¿Cuál José, el histórico o el actual?-
 -El actual.-
-¿No era que habías terminado?-
-Sí, pero la semana pasada quiso verme...-
-¿Y vos accediste?-le preguntó él, afirmativamente.
-Que sutil sos.-le dijo ella, con un mohín de disgusto.
-¿Te molesta que fume?-le dijo él con un dejo de ironía, como respuesta a su    pequeño gesto de disgusto, y sacó un paquete de Camel Azul.
-Qué gentil estás hoy. Debés estar muy caliente. Debés tener muchas ganas de cojerme, de romperme el culo.-
El encendió un cigarrillo, y le dijo, siempre con ese dejo de ironía en la voz:
-¿Querés uno?-
-Por supuesto.-
Y le pasó el cigarrillo que había empezado a fumar.
-Gracias.-le dice ella, mientras toma el cigarrillo y lo lleva a sus labios.
El volvió a sacar otro del paquete y lo encendió. Después de dar unas pitadas, le dijo:
-¿Cuánto hace que nos conocemos?-
-Desde que me llamaba Matilde.-le contesto ella, echándole el humo en la cara.
-No me jodas, mujer.-
-¿Qué, te molesta?-
-Mucho.-
-¿El humo, o que te mentí, cuando te dije que me llamaba Matilde?-ahora su voz, también tenía un dejo de ironía.
-Las dos cosas.-
-Pero me cojías muy bien, en el departamento que tenía en la calle Franklin, cuando creías que me llamaba Matilde.-le dijo ella, acariciándole el pelo.
-Siempre te cojí bien.-se defendió él.
-Hoy me vas a tener que cojer como nunca. Porque me vas a cojer, como la judía que soy.-
-¡Cómo rompés las pelotas, con eso de judía!-le gritó él.
-¿Te molesta?-le dijo ella, mientras seguía acariciándole el pelo.
-Bastante.-
-Qué te molesta, ¿que sea judía?-insistió ella sin agresividad, pero sí con intención de fastidiarlo.
-Nunca me molestó, no sé por qué me tiene que molestar ahora.-le dijo él en tono serio.
-Justamente porque te estoy hinchando las pelotas.-
-Estás brotada.-
-Reconozco-que a veces-suelo brotarme-por mi condición de judía. Qué querés qué te diga, hoy me siento muy judía, muuuy judía -se puso detrás de él y lo rodeó con sus brazos, y le susurró en un oído:- También quiero decirte... que me siento muy puta...-
-Sos muy puta.-le dijo él, con una voz que comenzaba a tornarse seductora.
-Y a vos te gustan las putas.-también la voz de ella, era seductora.
-A mí me gustan las putas, pero más me gusta que la puta seas vos.-
-Decime cómo soy desnuda. Dibujame con palabras.-le pidió ella, mientras intentaba hacer anillos con el humo del cigarrillo.
Él le besó primero una muñeca, después la otra. Tenía unas manos hermosas. Manos de pianista. Las besó. Desde muy chica había estudiado piano. Antes de ir a la escuela ya sabía partituras de memoria, y las ejecutaba con bastante habilidad. No sólo participó en orquestas, llegó a dar conciertos sola. Todo eso se derrumbó a los dieciséis años. Cuando sorprendió a su madre con un primo haciendo el amor, en su propia casa, sentados en una silla, ubicada frente al espejo de la gran sala donde estaba el piano, esa misma sala y ese mismo piano, donde ella con su madre tocaban durante horas, juntas o separadas. Desde ese día, nunca más se sentó a un piano. Igual sigue escuchando música. Mucha. Liszt, Brahms, Grieg, Debussy, Ravel, Chopin, Chopin. Suele confesar, que a lo único que le es fiel es a la música. Esta Polonesa, por la Argerich, es una de sus preferidas. Respecto a la Argerich cuenta una historia, donde dice que la conoció, y que llegaron a estudiar juntas, y que ella, tocaba mejor. En realidad él no creía en esa historia, y en otras que ella le contaba, pero también era conciente que con ella, todo puede ser. Cruzarse con un mendigo en la calle, llevarlo a su casa, bañarlo con sus propias manos, darle de comer, metérselo en la cama, y al día siguiente echarlo sin darle un pedazo de pan o meterle unos pesos en el bolsillo.
-Tu cuerpo no es armonioso.-le dijo él
-Pero igual te gusta.-
-Demasiado. Sos delgada de arriba. Desde los hombros hasta la cintura. Tenés tetitas de pendeja.-
-Ya a los quince, dieciséis años, las tenía así. Nunca más crecieron.-
-Tenés un vientre liso, llano, un ombligo perfecto.-
-Te gusta acariciármelo con la pija.-
-Sí, me gusta acariciártelo con la pija, y con la lengua.-
-Con la lengua te gusta hacerme muchas cosas.-
-Lamerte toda. Chuparte toda. Mamarte la concha. Meterte la lengua en el agujero del culo, y quedarme allí, el mayor tiempo posible. A partir de la cintura sos amplia de caderas.-
-Y eso que no tuve crías.-
-¿Te hubiese gustado verte embarazada? ¿Dando de mamar?-
-Para nada. Nunca quise tener hijos, y no estoy arrepentida.-
-De concha sos estrecha. Muy cerradita. Cuesta un poco metértela.-esto él se lo dijo con una sonrisa que le abarcó el rostro.
-Un par de empujoncitos, nada más. Me hacés doler un poco, pero me hace feliz ese pequeño dolor. Me produce placer.-al rostro de ella, también lo ganó una sonrisa.
-Lo sé. Me gusta hacerte doler. Me gusta que ese pequeño dolor te produzca placer. Estás hecha para el placer.-el tono en que se lo decía, era muy dulce.
-A todas le debés decir lo mismo.-le dijo ella, pero no como reproche, como  mimo.
-Qué importa lo que le diga a las demás. Importa lo que te digo a vos.-
-¿Entonces... me vas a cojer como nunca...?-
-Ya te estoy cojiendo.-
-No exageres.-
-Seguro que estás mojadita.-
-Por supuesto.-
-Vení, ponete aquí adelante, y dame las tetitas que te las voy a chupar.-
Antes de obedecer, ella le mordió el cuello. Esperó que la sangre se concentrara en ese pequeño círculo, donde había clavado sus dientes, cuando eso ocurrió, una sonrisa de triunfo brotó de sus labios. Una vez frente a él, le quitó el cigarrillo de los dedos y lo puso en un cenicero, hizo los mismos con su cigarrillo, lo dejó en otro cenicero. Ahora sí, soltó el desavillé de la cintura, y dejó su pechos al alcance de la boca de él. El los besó suave, lentamente. Luego los humedeció con la lengua, suave, lentamente. Ella tomó su seno derecho con la mano y lo introdujo en la boca de él. Él lo recibió con dulzura. Ella disfrutaba de esa dulzura. Permanecieron así, hasta que ella quitó ese pecho de su boca y le ofreció el otro.  Él  le dijo, en tono bajo, pero grave:
-Gracias.-
-Mordémela, despacito.-le pidió ella.
El obedeció. Mordió ese pequeño fruto despacio, suave, morosamente. El rostro de ella reflejaba placer. Un placer alejado de todo exceso, de todo desorden, de toda violencia. Era un placer contenido, pero no menos auténtico, menos real, menos legítimo, que el otro, ese al cual el deseo también aspira, y seguramente, más tarde, cuando el tiempo avance, y no parezca detenido como parece estar ahora, llegará el exceso, el desorden, la agresión, ese otro rostro del amor, del erotismo, que nace del vértigo existencial. Tanto ella como él lo saben. En este instante estaban invadidos por la dulzura, la ternura, la piedad. Sus agasajos mutuos, sus caricias, las inflexiones de sus voces, todo era placer, dicha, júbilo, felicidad contenida.
Unidos así, lentamente, continuaron por un largo instante, hasta que él, en un impulso se quita ese pequeño seno de la boca, hecha la cabeza hacia atrás, y lo escupe, y escupe al otro pequeño seno, escupe a los dos una y otra vez, y ella los ofrece para que él los siga celebrando, y sus celestes ojos se iluminan de alegría y todo su cuerpo estalla en una risa y los escupitajos parecen infinitos y parecen no tener fin; pero los tienen, él vuelve a la lentitud, a la suavidad, a la ternura, vuelve a llevárselos a su boca, ella lo observa, lo deja hacer, lo deja obrar, ella, a su manera, lo obliga hacer, a obrar, ella, con un movimiento preciso deja caer su desavillé al suelo, sólo quedan en su cuerpo las medias negras, sostenidas por las ligas, y los negros zapatos de tacos altos. Su vientre llano, liso, su impecable ombligo, su pubis, su sexo, sus amplias caderas, imponen su presencia, sometidos a la luz, que llega a través del ventanal. La escena se puede ver muy bien desde algunos de los edificios vecinos, ellos lo saben, pero no les importa. Ella le dice:
-Desvestite.-y lo ayuda a quitarse la ropa.
La camisa, el pantalón, el slip, los zapatos, las medias, van a reunirse con el desavillé rojo, que no sólo conserva el olor de ese cuerpo al cual servía, aún posee su tibieza.
Por un momento se observan, se miran, se recorren con las miradas. Avanzan. Se encuentran. Se acarician. Se besan. Ella deja de acariciarlo. El continúa acariciándola. El rostro. El cuello. Los hombros. Todo, con el dorso de sus manos. Ella se deja acariciar. Los brazos. Los pequeños pechos. El dibuja los contornos con sus dedos, él los contiene en el hueco de sus manos. Sus manos descienden por ese cuerpo que lo obsesiona, desde el tiempo que lo conocía como de Matilde, y repetía ese nombre: ''Matilde''-''Matilde''. A veces lo susurraba. A veces la llamaba a media voz, como buscándola, como si ella no estuviese entre sus brazos.
El, totalmente desnudo, con su sexo erecto avanza. Avanza sobre ese cuerpo  que lo persigue tanto en los sueños como en las vigilias. Se abrazan. Se besan. Lengua contra lengua. El sexo de ella busca el sexo de él. El deja de besarla en la boca, y comienza a descender con sus labios y su lengua por el delgado cuello de ella, y por sus hombros, a los que compara con abismos arrojados por Dios, y se lo dice:
-Tus hombros son como abismos arrojados por Dios.-
Y se lo repite. Se lo repite mil veces. Y ella se lo agradece con palabras, con monosílabos, con breves, brevísimos susurros, y a veces, con silencios.
Deja esos abismos. Ahora sus manos y su boca vuelven a encontrarse con esos pequeños frutos, que vuelve a acariciar y a saborear. Y así, deteniéndose por instantes, en brevísimos espacios, sigue descendiendo: a su ombligo, a su pubis, a su sexo, aquí, la pausa es más larga y más afanosa, ella con sus suspiros hace todo más exigente, entonces él se prodiga con sus labios, con su besos, con su lengua, ella le acaricia el pelo, la nuca, atrae, presiona esa cabeza que tiene entre sus piernas hacia ella, hacia su sexo.
Comienza a andar hacia atrás y lo arrastra a él, que la sigue de rodillas. Ella logra su objetivo, alcanzar con sus nalgas la mesa. Él se hunde más entre sus piernas. Ella apoya las palmas de sus manos en la mesa, y se alza hasta lograr sentarse en ella. Abre más sus piernas. El que se vio obligado a separarse, se vuelve a hundir en ellas, va en busca de ese botón rosado para unos, va en busca de ese pétalo rojo para otros. Ella en su intento de echarse hacia atrás y abrir más las piernas, tira el termo que estalla en el piso, pero ellos no se detienen, él sigue en su busca, ella comienza a gemir, a jadear más aceleradamente, él trabaja febrilmente hasta conseguir rozar con su lengua ese pétalo rojo. Un cenicero y el libro que él estaba leyendo caen de la mesa.
La saliva de él se mezclaba con esas otras salivas, con esos zumos que manaban del sexo de ella.
-¡Metemelá! ¡Metemelá!-le grita ella.
Él no se detiene, sigue concentrado sobre ese pétalo rojo o botón rosado, sigue saboreando ese clítoris, sigue bebiendo esos jugos que manan generosamente de ese sexo, que bucea salvamente con su lengua.
-¡Metemelá! ¡Por favor, no seas hijo de puta, metemelá!-le grita ella, mientras se retuerse sobre la mesa, y con sus manos y pies va arrojando al suelo todo lo que encuentra a su paso.
El de golpe se detiene. Se pone de pie. Y le dice, le ordena:
-Vení. Vamos a la silla.-
Ella, no sin dificultad, baja de la mesa y lo sigue. El, ya sentado en la silla, la aguarda con su sexo erecto. Ella se quita los zapatos. Abre sus piernas, y violentamente se sienta sobre él, y con una mano toma el sexo de él y lo introduce con desesperación en el suyo.
-¡Yo no sé cómo carajo se cojían a las judías en los campos de concentración!-le dice él, mientras la penetra.
-¡Yo tampoco! ¡Pero cojeme hijo de puta! ¡Cojeme!-
-¿¡Y qué te estoy haciendo!?-
-¡Quiero más, no entendés que quiero más!-
-¡Y vas a tener más, seguro que vas a tener más!-
Él la agarra por debajo de los muslos, ella con sus piernas se trenza al cuerpo de él y se abraza a su cuello, él, sin dejar de penetrarla la alza, gira y se dirige al ventanal, al mismo sitio donde había estado mirando jugar al fútbol, seguían jugando al fútbol.
-Mirá, ahí los tenés a esos pajeros.-
-Me importan un carajo. Ahora me importa tu pija. La quiero bien adentro.-
-¿Y no la tenés bien adentro?-
-La quiero más adentro.-le dice, y busca su boca, y se la muerde.
Él también la muerde. Comienza a caminar con ella en sus brazos. Dan vueltas por el living hasta llegar al diván. Ella se suelta de su cuello, él quita su miembro del sexo de ella, ella se para sobre sus largas piernas que siguen enfundadas en las medias negras,  y él le dice, le ordena:
-Date vuelta y dame el culo.-
Ella se sube al diván. Trata de encontrar la posición precisa. El, con el sexo erecto la observa, y espera, impaciente.
Ella logra acomodarse. Le ofrece sus generosas caderas, con sus bellas manos trata de separarlas, para que él la penetre y él lo hace, introduce su miembro duro, tenso, en ese agujero que en este preciso momento, para él, es el centro del mundo. Salvajemente se introdujo en ese abismo y salvajemente desea llegar a lo más hondo, ella también desea que llegue hasta lo más profundo. Cuando él buceaba en su sexo con su lengua, ella jadeaba, gemía, cuando la penetraba, gritaba, ahora aúlla, pero no como una amante, como una loba, y no lo hace en un desierto sin nombre, clama en este living caótico, que no sólo es un reflejo de su alma atormentada, también lo es del alma de él, que avanza y retrocede dentro de ella, con desesperación, en este preciso instante se sienten invictos, invulnerables, inmunes a todo, también a la muerte, en este preciso instante se reconcilian con Dios, aunque no exista.
Él se deja ir, descarga dentro de ella todo su deseo, todo su manantial caliente, toda sucal roja, y ella siente como esa cal roja, ese manantial caliente, todo ese deseo la invade, por eso aúlla como una loba, y como él, siente la presencia necesaria de Dios.

¿A QUIÉN CONFIO MI TRISTEZA?




   a la memoria de Anton Chejov


 Caminaba a lo largo del murallón, con el Montgomery puesto sobre los hombros, cuando lo sorprendió la sirena de la papelera anunciando el fin de la jornada de trabajo.
 Los árboles con sus ramas desnudas, semejantes a brazos alzados, parecían despedir a esa figura silenciosa. Atrás el camino se perdía alcanzado por el bosque.
 Los dos carabineros apostados en el lugar de siempre, lo saludaron ceremoniosamente, desde lo alto de sus cabalgaduras.
 Ya en el segundo cruce aparecieron los primeros obreros en bicicletas. Algunos hablaban entre ellos a gritos, a través de las bufandas.
 La cúpula de la iglesia se recorta severa contra el cielo plomizo.
 Delante del Castillo, unos chicos juegan con sus tropos.
 Por la avenida un grupo de obreros avanzan ruidosamente, tienen la alegría de los que esperan el descanso de fin de semana: unos irán al fútbol, algunos a beber cerveza, otros realizaran trabajos en sus casas.
 En la plazoleta la fuente de mármol, que tanto luce en las estaciones cálidas, tiene un aspecto de soledad y abandono que entristece, la miró como si la viera por primera vez: Apolo y Dafne, no parecían Apolo y Dafne.
 Se decidió por la calle de Los Reyes, flanqueada de casitas con sus techos a dos aguas totalmente descoloridos.
 Entra en la tabaquería. Compra tabaco para la pipa y sale. Parece que va a dirigir sus pasos a la estación del ferrocarril, pero apenas le echa una mirada, y sigue sin detenerse.
 Se calza el Montgomery, se cubre la cabeza con la capucha y comienza a bordear el camino. Atrás quedan el murallón del cementerio, la iglesia, la plazoleta, con Apolo y Dafne, la estación del ferrocarril, el Castillo, y tal vez, los chicos jugando con sus trompos.
 Algunos obreros en bicicletas avanzan en su misma dirección. Él es el único que hace el trayecto a pie. Se ciñe el abrigo.
 En el puente se detiene, y se queda mirando esa mansión que eleva su perfil pretencioso en medio de ese paraje invernal y solitario. El monótono murmullo del agua, sube desde el fondo del arroyo. Observa esa estructura, que no sólo le parece extraña, también la siente ajena, a pesar de haberla hecho construir él, hace treinta años. Una pequeña fortaleza.
 -¿Para qué?-se preguntó en voz alta.
 Y reanuda su camino.
 Una chata tirada por caballo se aproxima.
 Abre el portón y con paso resuelto cruza el jardín hasta la entrada principal, el sirviente ya junto a él, le dice:
 -Buenas tardes, general.-
 -Buenas tardes, Manuel.-
 Suben la escalera. En la sala se quita el Montgomery y se lo alcanza a Manuel mientras le dice:
 -Está bien, puede retirarse.-
 -Pero… ¿Y las botas?-se atrevió a decir Manuel.
 -Le dije que puede retirarse.-
 El tono enérgico no admitía replicas. El viejo sirviente giro lo más rápido posible y salió.
 El general se deja caer en la silla que está frente al ventanal, y con sus grandes manos se cubre el rostro. Parece vencido. Se siente vencido. Está vencido. Envejeció de golpe, las arrugas que le surcan la frente parecen más profundas, el cabello blanco más blanco, hasta la ropa que lleva parece más raída.
 Todo había sido repentino. Como un alud. Todo era como un sueño aún, una horrible pesadilla. Despertaría de golpe o no, de todas maneras ya nada sería como antes.
 El era un soldado, había estado en el frente de batalla y sabía muy bien que era el horror. Vio morir a su amigo, el general Valentín, alcanzado por una granada en pleno rostro, vio morir a sus mejores soldados, y a tantos camaradas de armas, también él enfrentó al absurdo rostro de la muerte, cuando fue herido, entonces todo su valor se puso de manifiesto, no sólo demostró fortaleza física, además un espíritu templado para afrontar las circunstancias más adversas, pero ahora era distinto, ahora los ojos se le llenaron de lágrimas.
 Deja el tabaco sobre la mesa junto a la pipa, al verla recuerda que se la regaló ella, es una hermosa pipa, como le gusta a él, una pipa de espuma de  mar. La toma en su mano. Tiembla, su enorme figura, ahora empequeñecida tiembla, los sollozos lo sacuden rítmicamente.
 -Victoria… Victoria… ¿Por qué? ¿Por qué?-
 El llanto, incontenible, cae por su rostro.
 -… Victoria… Victoria… ¿Por qué? ¿Por qué?-repite.
 En un repentino impulso arroja la pipa contra el suelo, mientras dice:
 -¿Por qué Dios? ¿Por qué?-
 Él sabe que esa pregunta es más que una pregunta, porque a Dios no se le pregunta por sus decisiones, preguntarle a Dios en una ofensa, una blasfemia, pero su dolor no se detiene ante nada ni ante nadie, y Dios no es una excepción, al contrario, Él es el único que puede y debe responder… Pero el silencio llenaba la habitación, atravesaba las paredes, cubría el mundo.
 Le pareció escuchar ruidos en la escalera. Tal vez pasos. Se puso firme, tratando de contener el llanto, de armar su figura, de recuperar su invulnerabilidad, subir al pedestal.
 Sí, alguien se había detenido ante la puerta. Prestó atención.
 -¿Manuel, es usted?-
 Como respuesta recibió ladridos. Kurt, el fiel Kurt. Fue hacia la puerta y la abrió. Es un hermoso animal, un ovejero alemán, que enseguida husmea los trozos de pipa en el suelo. El general se agacha y comienza a recogerlos. Toma los trozos cuidadosamente, como si fuesen las alas de un pajarito herido. La madera muestra sus nervaduras en carne viva. Los ojos vuelven a llenársele de lágrimas.
 Regresa al sillón. Kurt se echa a sus pies. Se desabotona el cuello de la chaqueta y a través de las lágrimas va tomando una rara conciencia del decorado que lo rodea, es su mundo cotidiano, sin embargo lo siente extraño. Allí está el piano, el piano al cual se sentaba Victoria, con su negra y larga cabellera que le llegaba más allá de la cintura, sus manos eran dos orquídeas blancas que crecían sobre el teclado, sentada al piano era la imagen misma de la música, un nocturno de Schumann o de Chopin.
 -Kurt…-
 El animal alerta las orejas y alza la cabeza hacia su dueño.
 -… Nunca más se sentará al piano… Nunca más… Ni jugará en el jardín con vos. Ni entrará corriendo y me besará y dirá papá, papá… Qué hare sin mi niña… Qué será de este pobre viejo… Sí Kurt qué será… Este piano no tiene sentido sin ella…-
 El perro, inmóvil, con la cabeza erguida, sigue la letanía de su amo.
 -…Nunca más vamos a ir a esperarla a la estación… Te gustaba ir, ¿no Kurt? A mí también. Estaba orgulloso de ella… Me gustaba que nos vieran juntos. Nos miraban, murmuraban, algunos con respeto, con admiración, otros con envidia, esto no me importaba, nunca me había importado, pero ahora sí, ahora me importa…-
 Se levanta. Se aproxima al ventanal: unas sombras imprevisibles se alzan sobre los pinos, sobre las ramas desnudas de los abetos. Dos obreros en bicicletas se alejan por el camino, seguramente se detuvieron a beber una copa antes de retornar a sus hogares. El general se vuelve y fija su mirada en el cuadro que cuelga de la pared, va hacia él.
 -… Kurt…-
 El perro alza la cabeza hacia la voz.
 -… Ahí tenía catorce años… Ahí está igual a su madre, a la que casi no conoció… Eso, eso que tiene entre sus manos, entre sus hermosas manos, es la cajita de música que le regalé, que le traje de Holanda. Qué contenta se puso cuando la vio, lloró de alegría. No sabía cómo agradecerme. Me besaba, me apretaba, me abrazaba, hasta me llamó por mi nombre… Pedro… ¡Pedro!... Y ahora todo esto, Kurt, qué sentido tiene… Para qué esta inmensa sala… Este piano… Ese cuadro pintado al óleo… Al óleo… Qué quiere decir al óleo, Kurt, qué quiere decir…-

GALA



                                                                         
                                                                                                    a Jorge Luis Borges

Cuando hizo su entrada triunfal en la gran sala, acompañada por Pablo César, no se bailaba, pero los acordes de un tango hacían su voluntad. Sabía que todas las miradas se concentrarían en ella. Era consciente de su figura de mujer fatal. Le gustaba que la consideraran una femme fatale.
Alta, morena, con su larga cabellera negra, avanzaba como arrasando con lo que encontraba a su paso. Esa amplia sonrisa en su boca generosa, y sus grandes ojos verdes eran algunas de sus armas  más seductoras. Lucía un vestido negro ajustado, que resaltaba sus formas. El escote denunciaba que no llevaba soutien. El largo del vestido permitía admirar sus bellas piernas. Verla, no daba sueño. A unos los saludaba desde la distancia, con un gesto de su brazo en alto y remarcando su sonrisa, a otros decididamente los abrazaba y besaba. A pesar de todas estas instancias, ella, apenas hizo su entrada triunfal lo ubicó a él, que estaba sentado al fondo del amplio salón con un grupo de amigos. Hacia allí se dirigía. Él recién se puso de pie cuando ella estuvo cerca. Se abrazaron. Se besaron. Él le dijo:
- Estás para que te decapiten.-
- Sos muy educado.-le contestó ella.
- ¿Por qué? - le preguntó él.
- Porque algunos de nuestros amigos, me dicen que estoy cojible. -
Los dos se echaron a reír. Y él le dijo:
- ¿Y vos qué preferís? -
- Tu poesía. -
Ella siguió saludando a los demás. El la miraba, no dejaba de mirarla. Después de los saludos se sentó entre Patricio y Federica, él  estaba sentado junto a Florencia, la hija de Federica,  que le dijo:
- Gala, enloqueciste a todos con tu entrada teatral. -
- La loca sos vos, que pensás que yo puedo enloquecer a alguien. -
- Fijate en esos tipos que están en la barra, como te fichan. -
Gala miró hacia la barra: comprobó lo que Florencia le decía:
-Lo siento, pero no me hago cargo.-le dijo con un ligero movimiento de hombros.
- Estás muy elegante. Ese bolso es divino. - la elogió Federica.
- Me lo regaló Bocha. -
- ¿Qué es de la vida de Bocha? - preguntó Patricio.
- Sigue enamorado de su mujer. - contestó Gala.
- ¡Ése es un hombre! -dijo Federica con intención.
-¿Lo decís por Patricio? - le preguntó Gala haciéndole el juego.
Patricio esbozó una leve sonrisa.
-¿Por qué no? - contestó Federica.

María Dolores dejó su mesa.
-Estás esplendida Gala.-le dijo.
-Gracias.-
-¿Cuánto hacia que no nos veíamos?-
-Desde el año pasado, creo.-
-Fue en lo de Pedro.-
-Vos también estás esplendida. Se te ve muy bien.-
-Los placeres.-le dijo María Dolores, con una sonrisa.
-Me estás diciendo que... ¿nada de amores?-
-Nada de amores.-
-Los placeres te tratan muy bien, por lo que veo.-
-No me puedo quejar.-reconoció María Dolores, sin dejar de sonreír.

Iba llenándose la gran sala. Las voces se entreveraban con la música. Las mozas vestidas con camisa verde, minifalda color ladrillo, sandalias negras, levantaban y llevaban pedidos.
Pablo César se había acercado a la barra, y conversaba con el de la caja, que estaba vestido todo de blanco, con un moñito rojo. Gala lo vio en esa actitud, y dijo:
-Mi hombre me abandonó.-
-No creo que alguien te abandone. Y menos por un tipo. Vos sí lo podes abandonar.-le dijo Florencia, que le gustaba hacerla hablar. Además echó una mirada significativa a Victorio, que seguía sentado junto a ella.

La música se iba perdiendo, los acordes del bandoneón, se alejaban lentamente, se oían como a lo lejos, estuvieron ahí un breve espacio, como detenidos en el tiempo, hasta desaparecer por completo.
Lo único que se oía ahora era el murmullo de las conversaciones y el ir y venir de la gente.
La gran sala se había llenado. Algunos estaban de pie.
Una mujer bajita, vestida con saco azul, pollera gris, zapatos del mismo color y tacos muy altos, de pelo rojizo y corto, avanzó, con paso seguro, y se detuvo en el centro de la sala. Las luces fueron bajando poco a poco, sin apagarse del todo, y un haz de luz hizo foco en ella. Se produjo un silencio general.
Era la dueña de la Mariposita, de San Telmo. Dijo que estaba allí, para darles la bienvenida a todos los presentes. Dijo que con esta reunión se iniciaba un ciclo, donde se recordaría a grandes figuras de las artes y las letras. Que Mariposita, de San Telmo, era un nuevo espacio que se sumaba a los tantos que Buenos Aires ya tenía, donde la cultura batallaba contra la vulgaridad que nos rodea.
-Sabemos que la lucha es desigual, pero no debemos abandonar nuestras trincheras.-dijo.
Y que hoy, veinticuatro de agosto, estaban allí reunidos para rendirle homenaje, en el día de su cumpleaños, a Borges. Y que el veintiséis era el de Cortázar. Y que también tenía el placer, la alegría de decirles, que mañana, veinticinco, cumplía años Victorio. Victorio siempre decía que había quedado como el jamón del sándwich, atrapado entre esos dos monstruos. Pero todos sabían que coqueteaba. Era muy soberbio.
Cuando Victorio se levantó para ir al centro del salón, Pablo César ocupó su lugar en la mesa.
Antes de retirarse, la dueña de casa, esperó a que Victorio se acercara... Se besaron. Luego se alejó, y lo dejó solo bajo el haz de luz.

Victorio empezó diciendo el soneto que le escribió a Borges, donde le habla del arroyo Maldonado, de Dante, de Virgilio, de la luna, y por supuesto, de Buenos Aires.
Cuando terminó, agradeció los aplausos, con pequeños movimientos de cabeza.
Dio dos pasos hacia su derecha, y dijo:
-“A mí, tan luego, hablarme del finao Francisco Real...”
Y ya estaba en El Hombre de la Esquina Rosada.
El público fue siguiendo el relato en silencio. Todo lo hacía con la voz, y algunos movimientos y gestos, muy pensados, muy precisos, pero, vaya a saber cómo, él lograba que parecieran espontáneos.
En un momento inclinó el cuerpo hacia adelante, y con autoridad, dijo:
-“… un silencio general, una pechada poderosa a la puerta, y el hombre estaba adentro”.-
Entonces señaló con el índice de su mano derecha al público que tenía enfrente, y dijo, también con autoridad:
-“El hombre, era parecido a la voz”.-
Era la voz que antes habían escuchado a través de la puerta, y que venía de la calle. Por eso se había hecho un silencio general, por esa voz, que ahora los habitués al salón de baile de Julia, de la esquina de Gauna y Maldonado, tenían de cuerpo presente.
Victorio siguió contando que el hombre de la voz, avanzó entre las chinas y el carreraje, sin preocuparse de insultos, trompadas, cachetadas, y algunos salivazos. Iba en busca de algo, mejor dicho, de alguien. Lo encontró apoyado en la pared del fondo, pitando un cigarrillo. Recién cuando estuvo cara a cara, con ese alguien que andaba buscando, se dio a conocer, y se oyó la voz de Victorio, diciendo:
-“Yo soy Francisco Real, un hombre del Norte. Yo soy Francisco Real, que le dicen el Corralero”.-
Y lo desafió a pelear. Y el otro, que era Rosendo Juárez, el Pegador, ante el asombro de todos, especialmente del hembraje, se negó al convite. Francisco Real volvió a desafiarlo. Rosendo Juárez, volvió a negarse. Ahí intervino la Lujanera. Fue hacia él, le metió la mano entre las ropas, y le sacó el cuchillo, y le dijo:
-“Rosendo, creo que lo estarás precisando”.-
Así, en la voz, en los movimientos y gestos de Victorio iban apareciendo: Francisco Real, Rosendo Juárez, la Lujanera, y casi al final del relato, el mismísimo Borges, a quien le dice:
-“Borges, volví a sacar el cuchillo corto y filoso que yo sabía cargar aquí, en el chaleco, junto al sobaco izquierdo, y le pegué otra revisada despacio, despacio, y estaba como nuevo, inocente, y no quedaba, no quedaba ni un rastrito de sangre”.-
Los aplausos y los ¡Bravo! ¡Bravo!, estallaron de todos los rincones, los que estaban sentados se pusieron de pie. Esta vez los pequeños movimientos de cabeza para agradecer, se convirtieron en inclinaciones del cuerpo, y aplausos del propio Victorio, agradeciendo a su vez al público, y  a Borges.
Todavía se escuchaban algunos aplausos, cuando Victorio regresó a la mesa.
-¡Estuviste genial!-le dijo Gala, poniéndose de pie.
-Gracias.-le dijo él.
-Dame las llaves de tu departamento. Esta noche, quiero que me decapites.-esto, se supone que lo dijo, en el mismo tono de la Lujanera, cuando le sacó el cuchillo de entre las ropas al Rosendo.
-Toma.-le dijo Victorio, y le entregó las llaves.
Ella las agarró, descolgó el bolso del respaldo de la silla, lo abrió, y guardó las llaves. Comenzó a saludar a uno por uno. Saludó a todos. También a Pablo César, que no se había movido de su lugar. Presenció todo en silencio. No dijo una palabra, no hizo un solo ademán, ni siquiera un pequeño gesto.
-Cuando llegués, toca el timbre tres veces.-le dijo Gala a Victorio, y se fue, de la misma manera que había entrado: arrasando con lo que encontraba a su paso.
Todos quedaron como petrificados, inmóviles, mudos, viéndola irse.
Hubo un espacio, un largo espacio, antes que Victorio, se dirigiese a Pablo César:
-¿Y vos, qué pensás hacer?
-Lo mismo que Rosendo Juárez.-le dijo provocadoramente, pero sin mirarlo.
-Yo no soy Francisco Real.-le contestó Victorio, pero sin sacarle la vista de encima.
Todos los de la mesa tenían sus miradas puestas en esos dos hombres. Estaban mudos, pero atentos, temerosos, pero alertas.
-Tal vez sea sólo por esta noche.-le dijo Victorio, sin saber bien por qué.
-¿Y eso qué cambia?-le preguntó Pablo César, que ahora sí lo miró. Era una mirada lenta, pesada.
-En serio, ¿qué pensás hacer?-insistió Victorio.
-Irme.-
-¿A dónde?
-No lo sé. Y no me importa. Y no creo que le importe a nadie. Y menos a vos.-
-No me grités.-lo paró Victorio.
-Perdona, no fue mi intención.-le dijo Pablo César.
Se hizo un silencio en la mesa. Se empezaron a escuchar las primeras notas de Jacinto Chiclana.
-No jodamos Victorio, esto hace rato que se veía venir. No sólo vos y yo lo sabíamos. Lo sabían todos los que están aquí. Hasta la dueña del boliche. Me voy.-dijo Pablo César.
Todos hicieron un movimiento como para saludarlo, pero él dijo:
-Nada de despedidas.-y empezó a caminar hacia la puerta.
Todos lo siguieron con la mirada. Lo vieron mezclarse con la gente. Lo vieron alcanzar la puerta. Dejaron de verlo.
Vaya a saber qué rumbo tomó, tal vez agarró para el lado más solitario de San Telmo.

Cuando Pablo César se encontró en la vereda, solo, miró hacia un lado y hacia otro, alzó la cabeza al cielo: “Había de estrellas como para marearse mirándolas, unas encima de otras”. Se levantó las solapas del saco. Se puso las manos en los bolsillos, y empezó a caminar hacia  Constitución. Atrás habían quedado Victorio y todos los de la mesa, y más atrás Rosendo Juárez, Francisco Real, y la Lujanera, y más atrás, mucho más atrás, Gala. Gala.

LA FOTO DE LA OTRA HABITACIÓN


LA FOTO DE LA OTRA HABITACIÓN

Sin saber porqué se sorprendió, observando el decorado que lo rodeaba. Con la mirada recorría las paredes de la habitación. Los cuadros colgados. La araña con caireles en forma de rombos. La ventana que da a la calle. La silla junto a la ventana. El placard. En la mesita de luz, el libro que está leyendo, y sobre el libro los anteojos. Un cenicero lleno de colillas de cigarrillos junto al libro. Sobre la cómoda, otro cenicero lleno de colillas. Ese cenicero está en el extremo izquierdo de la cómoda, izquierdo observado desde la posición de él. En el otro extremo de la cómoda,  la cabeza del David, que le trajo el recuerdo del anticuario de San Telmo al que se la compró: León. El Arca de León. ¿O El Arcón de León? Duda. Entre el cenicero y la cabeza del David, la torre, donde guarda las piezas del juego de ajedrez que le regaló ella. Los zapatos en el piso, debajo de la cómoda, junto a los zapatos las medias. La camisa  y el pantalón tirados a los pies de la cama. El cubre cama, en el suelo, de su lado. De su lado, también, dos botellas de whisky, una vacía, la otra por la mitad. Uno a uno, con la mirada y con la mente, repasa revista a los cuadros colgados de las paredes: una Diana, desnuda, con un arco entre sus manos, está como descansando, mira hacia el suelo; una Gioconda, enmarcada en el centro del cuadro, vuelto a enmarcar; dos desnudos de Modigliani, en uno, la modelo está sentada en una silla, detrás, junto al brazo izquierdo, un trozo de género sobre un mueble, no se sabe muy bien qué es, o al menos él no lo sabe; en otro desnudo se puede ver a otra modelo dormida, o haciendo como que duerme, con la cabeza inclinada sobre su hombro izquierdo, si bien desde su distancia no lo alcanza a ver, sabe que ese cuadro, Modigliani lo firmó arriba, sobre el margen derecho; y así, de uno en uno, iba pasando del cuarto de Van Gogh, con su cama, su mesita, sus sillas, los cuadros colgados de las paredes, y en la del fondo, la ventana, a la maternidad de Picasso, con tres figuras en primer plano, con una en el segundo, y con dos en el tercero; al rostro de Martín Fierro, de Castagnino, y a los caballos  de Castagnino. El cuarto de Van Gogh, le trajo a la memoria el desagradable recuerdo que alguien se llevó, la reproducción de los zapatos de Van Gogh, ¿habrá sido ella? En la silla que está junto a la ventana, quedaron ropas de ella. También le vino a la memoria, el reportaje que le hizo a Olga Orozco, dónde le preguntó:
-¿Por qué el poema a los zapatos de Van Gogh?-
-Porque producen un sentimiento de desamparo. De intemperie. De soledad.-
También vino a su memoria, lo que le dijo Olga a Smerling, apenas terminaron el reportaje:
-Qué amiguito te trajiste. Qué manera de preguntar.-
-¿Dios o Rimbaud?-eso le preguntó.
-Dios, siempre Dios.-le respondió ella.
Él, ahora, tirado sobre su cama, con las manos detrás de la nuca, no puede evitar, pensar, el desagrado que le produjo esa respuesta.
Él, tirado sobre su cama, con las manos detrás de la nuca, fija su mirada en la araña con caireles. Caireles romboidales. Cierra los ojos. Tarda en abrirlos. La araña, por supuesto, sigue allí. Como si lo estuviese esperando. Separa su mirada de ese objeto, y ahora la detiene, sobre una mancha de humedad, que está en un rincón del techo, a su derecha, allí donde se juntan las dos paredes con el techo. Él quiere descifrar esa figura, pero no lo logra.
Él vuelve a cerrar los ojos. ¿Ella volverá como lo hizo otras veces? ¿O no regresará más a esa habitación?  ¿Sus ojos nunca más verán la mancha de humedad, la ventana, la silla junto a la ventana, la cómoda, la cabeza de David, la torre con las piezas de ajedrez, que le regaló ella? Tampoco verá las fotos de ella, que cubren las puertas del placard, del lado de adentro. Tampoco la foto en que están juntos. Pero esa foto está en la otra habitación, sobre uno de los ánqueles de la biblioteca. En esa foto, que está en la otra habitación, los dos,  están sonriendo.

miércoles, 4 de abril de 2012

EL AZAR



  EL  AZAR

El azar me llevó hacia ellos. No recuerdo qué andaba haciendo por ahí, caminando por Lavalle, a esa hora, dos de la tarde. Iba a entrar en el bar de Carlitos, cuando desde la puerta, los veo a los dos sentados a una mesa, por supuesto, giré y me fui.
         Dije el azar porque nunca anduve detrás de ella, de su celular, de sus mails, persiguiéndola, acechándola, preguntándome si me ocultaba pequeñas o grandes cosas. Nunca tuve interés por su pasado, o al menos así lo creía. Pero desde el momento que la vi junto a ese tipo, despreciable, para mí, nació mi curiosidad, mi preocupación por la cara oculta de esa bella mujer, con la que compartía lecturas, amigas y amigos comunes, juegos perversos, juegos adulterados, juegos vertiginosos, vicios y adiciones, opiniones encontradas, confesiones y secretos, ternuras, violencias, miedos.
         No nos amábamos, hacíamos la amistad, eso creíamos, pero no era lo que latía en nuestros corazones.
         El marido era belga, decía que era belga, a mí no me importaba, ahora no sé si no me importa.
         El tipo con quien la sorprendí, posa de una especie de Faulkner, de un consumado maestro de la economía del lenguaje, de un duro, y a la vez de un poeta de los silencios, de los blancos en la hoja  blanca.
         El tipo con quien la sorprendí, vive demostrando en sus libros todo el daño que nos hicieron y nos hacen los caudillos populistas de estas bárbaras regiones. Lo simpático de este esfuerzo, de esta noble tarea, es que este tipo, despreciable, para mí, es estalinista.
         ¿Y ella qué es? ¿Una hipócrita, una cínica, una impostora, o una cobarde, como yo? En definitiva ella es todo lo que muestra, todo lo expone a la mirada de los otros, y todo lo que oculta, como yo. Como todos.
         Me oculta cómo se comporta en la cama con ese individuo. Lo va a tener que contar todo, detalle por detalle. Lo contó todo.

´´´

         El tipo le sugirió que comprara un collar y una cadena para perro, ella compró el collar y la cadena. Él le pidió que le ponga el collar y lo trabe con la hebilla. Lo hizo. Estaban totalmente desnudos en el dormitorio del tipo, en el departamento que tenía, y tiene, en la calle Superí. El tipo vivía allí con su mujer, que lo dejó, y se fue a vivir a Córdoba y después a Santiago del Estero. Según cuenta el tipo, la mujer se la pasa diciendo a todo el mundo, que él intentó tirarla de un quinto piso, de un albergue transitorio.
         El tipo se puso en cuatro patas y le pidió a ella, que lo arrastrará por todo el departamento. Ella obedeció. Fueron al living, al baño, a la cocina, al lavadero. Ella le preguntó si quería que lo llevara al balcón, él le dijo que no. Ella insistió, él volvió a decir que no.
         El tipo le exigió que vaya al sex-shop, de avenida Belgrano, que está cerca de la casa de ella y comprara lo que le guste; le dio el dinero. Ella eligió ropa interior negra, zapatos verdes de tacos altos, medias verdes caladas, ligas rojas, una campera y una pollera corta de jean verdes, dos muñequeras de cuero negro, con tachas amarillas y un cinturón negro, de cuero, con tachas amarillas.
         Él, sentado en el living, cuando la vio entrar vestida con todo eso, le dijo:
         -Mi mujer tiene mejor gusto.-así la atacó el tipo, y ella le contestó, sin vacilar:
         -Pero te dejó.-
         -Vos también me vas a dejar.-
         -Primero me voy a sacar bien las ganas, el gusto de vos. Me voy hacer cojer mejor que ella. Te lo juro.-
         -¿Tan segura estás?-
         -Cuando deseo algo, lo consigo. No me importa el precio que tenga que pagar.-
         -Puedo resultarte muy caro.-
         -Peor para mí, pero no  imposible.-
         -¿Cuál es el precio que más pagaste, y por quién?-
         -Por un ciego.-
         -¿Cómo fue eso?-
         -Me casé.-
         -¿Vos estuviste casada con un ciego?-
         -Durante dos años y medio, casi tres.-
         -¿Tanto te gustaba el ciego?-
         -Era un hermoso animal, alto, fornido, elegante, una verdadera bestia sexual. En verdad bisexual.-
         -¿Cómo empezó eso?-
         -En el ascensor del edificio en que vivía. Sin decirme una palabra se me tiró encima. Lo acepté. Le di la boca. Me la perforó con la lengua, yo sentía que rimaba con el pedazo de carne que tenía entre sus piernas y apoyaba sobre mi vientre. Hacía magia, prodigios, con esa lengua. Me hacía hacer y decir lo que quería. Cuando me agarraba del culo y después de los muslos y me subía a la mesa que tenía en la cocina, junto a la ventana, que da al edificio de enfrente, y metía su cabeza entre mis piernas y me chupaba la concha, sufría de tanto placer, me perdía, me hundía en silencios lentos, suaves y profundos, para después estallar en ¡Hijo de puta! ¡De mil putas! Me ¡matás! ¡Matame! ¡Matame! Y quería que eso no terminara nunca, y le pedía y le rogaba y le exigía, le exigía que siguiera: ¡Seguí, seguí! Pero era tan hijo de puta, que muchas veces interrumpía su trabajo, según él, decía que eso era un trabajo, y tenía razón, es un trabajo, el más justo, el más sublime, y él, cruel, lo interrumpía, para hacerme girar en el vacío, ese vacío no es la nada, es dolor, pero no dolor de placer, de goce, es dolor de abandono, de ausencia, de sentirse sola, de saberse sola, de no tener de dónde asirse, de dónde agarrarse, es como sentirse viva, pero agonizando, y de repente volvía a hundir su cabeza entre mis piernas y hundir su prodigiosa lengua en mí, en mi vagina, en mi concha, y yo dejaba de agonizar.
         Cuando ese trozo de carne que tenía entre sus piernas me lo metía por adelante o por atrás, sus sacudidas eran feroces,  me hacia aullar, como aullaba mi madre, cuando alguno de los peones del campo que teníamos en Junín, la poseía entre la leña y las montañas de papas.-
         -¿Y tu padre?-
         -Se volvió a España. Me gustaba todo lo que me hacía el ciego, pero lo que más disfrutaba, era que me cojía sin forro, nunca tuve miedo, y nunca me pasó nada. Él siempre estaba lleno, cargado de leche, y cuando abría las compuertas, una marea alta, incontenible, se convertía en aluvión, no sólo me llenaba la concha de semen, también el semen corría libre por mis piernas, y todo eso lo disfrutaba  como la hembra,  como la yegua que soy. Pero las calenturas como el amor, tienen fechas de vencimiento.-
         -Una hermosa historia. Podrías escribir algo.-
         -No me ocupo de sagas familiares, y menos de historias donde lo erótico se confunde con lo pornográfico y lo obsceno, y lo escatológico.-
         -Pero vos practicas todo eso. Y con un talento singular.-
         -Es cierto, pero no me gusta hacerlo público, y menos en un libro. Tengo hijos.-
         -Yo también tengo hijos, dos, y una hija.-
         -¿Y no sentís vergüenza, pudor ante ellos?-
         -Ellos no tienen vergüenza de drogarse, tomar alcohol hasta reventar, y presentarse ante mí y ante su madre, ¿por qué tendría yo que censurarme?-
         -Vos los trajiste al mundo. Ellos no te pidieron venir aquí. Vos decidiste por ellos.-
         -También otros decidieron por mí.-
         -Con más razón. Vos eras consciente de lo que te hicieron a vos, entonces eras el menos indicado para decidir por ellos, y arrojarlos a esta mierda. Mirá lo que somos nosotros. Yo, una puta, vos un perverso. Peor, yo casi una puta, vos casi un perverso. Yo no le llego ni a las ligas de la esposa, ni a los calzones de la suegra del divino Marqués, y vos ni a los escarpines del Marqués.-
         -Yo conocí el amor, y supongo que vos también.-
         -Es cierto, ¿de qué nos sirvió? De nada. Claro que amé al padre de mis hijos. Él también me amó. Pero cuando el amor empezó agonizar, apareció la realidad, la verdadera, la única, y aquí estamos, yo con este disfraz, vos, desnudo, masturbándote.-
         -Vení, chupámela.-
         Fui hacia él.

´´´

         Le pregunté qué sabía él de mí, de nosotros.
         -Muchas cosas.-
         -¿Por ejemplo?-
         -Que lo detesta, como hombre y como escritor.-
         -¿Sólo hasta ahí?-
         -No. Como somos íntimamente.-
         -¿Muchas precisiones?-
         -Las necesarias.-
         -Velas. Vibradores. Inodoro. Bidé. Bañera. Dulce de uva. Finlandia Light Cheddar… Manzanas verdes…-
         -Ropa interior negra-zapatos verdes de tacos altos-medias verdes caladas-ligas rojas-campera y pollera corta de jean verdes-muñequeras negras con tachas amarillas-cinturón negro con tachas amarillas.-
         -Gracias.-
         -No lo pude evitar.-
         -¿Te obligó?-
         -Para nada.-
         -Entonces, ¿por qué?-
         -Te lo dije, no lo pude evitar. Era una necesidad. Le tenía que contar cómo te disfrazabas.-
         -Y lo que hacés con tu marido, ¿también le contás?-
         -No.-
         -¿El tema es conmigo?-
         -Sí.-
         -¿Por qué?-
         -No lo sé, o sí, lo sé, pero no sabría explicarlo.-
         -Vamos mal.-
         -Pienso que sí.-
         -¿Cuánto hace que te acostás con ese imbécil?-
         -Desde que volví del Perú.-
         -¿Allí se conocieron?-
         -Sí. En el congreso de escritores de Lima.-
         -Un flechazo. Amor a primera vista.-
         -Ironizás porque te duele.-
         - Simplemente trato de comprender, de explicármelo.-
         -Sabés que no hay nada que explicar, que comprender, estas cosas suceden.-
         -A vos te sucedió.-
         -A mí, a vos y a él. No me hagas explicarte lo que ya sabés.-
         -¿Dónde te cojió la primera vez?-
         -¿Te volviste pelotudo vos?-
         -En todo caso vos me volviste pelotudo.-
         -¿Qué importancia tiene dónde me cojió la primera vez? Por si te des-an-gus-tia, por si te calma el dolor, en su departamento de Nuñez. ¿De qué te sirve saber eso? Además lo sabías.-
         -Te amo.-
         -Yo también.-
         -Lo sé.-

´´´

Me fue fácil matarla mientras dormía. Soy un cobarde. Siempre lo fui.

          
 Victorio Veronese