martes, 17 de marzo de 2015

LA FELICIDAD



         Mientras subían él le dijo:
         -¿Te acordás de la Amante Inglesa?-
         -Glenda Jackson-Helmut Berger.-le contestó ella rápidamente.
         -Entonces tenés presente la escena del ascensor.-
         -Qué, ¿querés cojerme aquí?-le preguntó ella, mirándolo a los ojos.
         -Me gustaría. Pero nos echarían del edificio. Tus vecinos son muy rígidos con ciertas costumbres.-le dijo él irónicamente.
         -Qué te parece, me hicieron sacar el baúl que había puesto delante de la puerta. Decían que era una provocación, un acto de brujería. Que el baúl se asemejaba a un féretro.-le dijo ella, molesta.
         -¿Y no era un acto de brujería?-le preguntó él, con cargada intención.
         -¿Qué querés decir?-
         -El gauchito Gil. La madre María. El Tarot. Los Búhos de Xilbalbá. La celebración del nacimiento del Sol. ¿Qué son?-
         -¿A vos te incomodan?-
         -Para nada.-
         -¿Y entonces?-
         -No es por mí, es por tus vecinos.-
         -Mis vecinos, ¿qué?-
         -Me parecen que tienen razón. Más que media bruja, sos una bruja completa.-le dijo él en tono de broma, pero en el fondo reconocía que había mucho de cierto.
         -Por lo que veo, no estás dispuesto a cojerme aquí.-le dijo ella levantándose la pollera y mostrando las piernas.
         La hermosa jaula de hierro que los conducía, se detuvo en el cuarto piso. Al mismo tiempo, ella dejó caer su pollera.
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         Fue ella quien abrió la puerta del departamento, es de madera negra, seguramente ébano, tan hábilmente trabajado como los hierros del ascensor.
         El departamento es chico. Está amueblado con mesas, mesitas, sillas, sillones, vitrinas, espejos, que pertenecieron a otro ámbito y a otra época, donde cierto lujo y cierta elegancia sumaban para orgullo de sus moradores, como esa  mesita de ajedrez, redonda y baja, que si bien no sirve para jugar, le da un toque de simpatía, de distinción e inteligencia al hollcito de entrada. El perchero denuncia su estirpe, igual que las vitrinas colmadas de objetos: fuentes de plata, vasos de cristal, collares de perlas, pulseras, relojes, anillos con diamantes, tazas y platos de porcelana, cucharitas de plata, pequeños fourchette d’or. Si bien todo conserva un orden, el orden no es severo.
         Una muñeca de terciopelo negro, de cabellera negra, de grandes ojos negros, está sentada en una silla rojo carmesí, como las que había en  los cabarets y casas de citas de principios del siglo veinte.
         La imagen del gauchito Gil, con una vela encendida. La imagen de la madre María, con una vela encendida.
         En los estantes de la biblioteca conviven, un San Cipriano, un Echiridón, dos Popol-Vuh, dos Biblias, un Vudú dominicano, otro haitiano, con cuencos de ónix, potes y botellas de varios colores, morteros de mármol, vasijas de barro, alfileres, agujas y algunas espinas de tuna, entre otras muchas cosas.
         Sobre un sillón dorado dos ponchos, uno del Perú, otro de Bolivia, dispuestos de manera de ser admirados.
         De las paredes de un pequeño cuarto, que hace a las veces de living-comedor, cuelgan varios retratos, con hombres trajeados con levitas, cuellos duros, bigotes levantando sus puntas al cielo, en tanto las mujeres llevan vestidos largos que no dejan ver  los calzados, pecheras que las cubren hasta el cuello y altos peinados coronando sus cabezas.
         El antiguo reloj de péndulo que cuelga de una de las paredes, primero perteneció a los Álzaga y después a los Guerrero.
         El pequeño departamento tiene dos ventanas, que dan sobre la calle Humberto 1°, una pertenece al dormitorio, la otra al living. La cama es grande, lo cual reduce los espacios para moverse con comodidad, especialmente el que hay entre la cama y el ropero, que a pesar de encontrarse en un lugar estrecho, manifiesta su presencia, seguro de su majestuosidad; tiene tres cuerpos, la puerta del medio luce su espejo original, donde se suele reflejar casi todo lo que pasa en esa pequeña habitación, la cama y lo que sucede en ella es lo más expuesto, al ojo implacable  del espejo.
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         Ellos, gracias al espejo no sólo son protagonistas, son testigos privilegiados de las pequeñas y grandes maniobras que realizan con sus cuerpos: aunándose, separándose, volviendo aunarse, a separarse.
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         Ella abriendo sus piernas para que él la penetre.
         Él penetrándola por adelante.
         Él penetrándola por atrás.
         Ella buscando el miembro de él para introducirlo en su boca.
         Él diciéndole:
         -Sos una mierda.-
         Ella asintiendo:
         -Soy una mierda.-
         Él diciéndole:
         -Te amo.-
         Ella diciéndole:
         -Yo también te amo.-
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         El espejo del living, también los suele mostrar como  protagonistas y testigos de arrebatos, de furores y dulzuras, de violencias y delicadezas, nada les resulta ajeno, ni el dolor ni el placer, y menos el placer que les produce dolor. Todo cuenta entre ellos, todo vale, todo sirve para elevarlos al éxtasis, a sentirse vivos, plenos, no simples mortales.
         Son dos conciencias desesperadas.

Ella misma le ofrece el culo. Ella misma se abre las nalgas con sus manos y le dice;
-Meteme el dedo en el culo.-
Él se lo mete suave, lentamente, lo gira, lo gira, lo va introduciendo en ese agujero, en ese orificio, en esa codiciable abertura, en ese ávido, ambicioso, generoso túnel. Ahí adentro, en ese pozo ciego y luminoso, el dedo tiene libertad, porque el túnel es vasto, espacioso.
-Meteme dos dedos.-le pide ella.
Él le mete dos dedos. Ella le dice a su imagen reflejada en el espejo:
-Soy Francisca, soy Francisca…-
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-¿Me vas a decir que mi concha es tan grande como el Arca de Noé, como me dijiste la primera vez que hicimos el amor.-
-Siempre que cojemos te lo recuerdo.-
-Me gusta cuando me metes tu lengüita, tu pérfida lengüita, en mi conchita.-
-¿Conchita?-
-Bueno, en mi Arca de Noé.-
-Pero vos no me dejás que me quede a vivir en ella.-
-No es que no quiera, no podés quedarte a vivir, mi amor. Es imposible. No puedo llevarte metido ahí, todo el tiempo. Claro que quisiera, pero no puedo. Dios quiere que las cosas sean así.-
-Aunque no pueda quedarme a vivir allí, lo mismo soy feliz. Vos también sos feliz.-
-Muy feliz. Yo también soy muy feliz.-
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-Hace mucho que no me tirás las cartas.-
-Vos no crees en esas cosas.-
-Pero creo en vos. En tus dones de percherona. De puta bíblica.-
-En todo caso soy una puta de estas tierras. Las del gauchito Gil, las de la madre María, las tierras de Gilda.-
-No tenés ninguna imagen de Gilda.-
-Voy a conseguir una. Seguro que en San Telmo hay. En San Telmo hay de todo, libros esotéricos, de magia negra, de magia blanca. Productos químicos. Todas cosas que me excitan, que me calientan, que me convierten en una hoguera.-
-¿Cómo era Gilda?-
-No la conocí.-
-Tampoco conociste a la madre María ni al gauchito Gil.-
-Es cierto, pero siempre estuve cerca de ellos. Los estudié. Anduve por donde ellos anduvieron. En cambio con Gilda no. Apenas si leí uno que otro artículo en algún diario o revista. O vi algo por televisión.-
-¿Vas a conseguir alguna imagen de Gilda?-
-… Puede que sí, puede que no… Una nunca sabe… También me gusta cuando me chupás el culo. Cuando me metés tu lengüita bien adentro.-
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Él sentado en el sillón que está junto a la biblioteca, le dice:
-No me puedo acordar cómo nos conocimos. Quién nos presentó.-
-Yo. Me presenté sola. Te dije: Aníbal, soy Francisca. Y vos me dijiste: ¿La esposa de Federico? Y yo te corregí: La ex esposa. ¿Te acordás dónde fue?-
-En la exposición de fotos, de la Galería del San Martín.-
-Ves cómo vas haciendo memoria.-
-Estabas con un tapado gris. Muy elegante. Como ahora. Como siempre.-
-Gracias.-
-Es increíble que me haya olvidado.-se reprocha él.
-Tendrías otros intereses más importantes,  que pensar en mí.-le dice ella con un tonito provocador, mientras se le acerca y apoya sus piernas en las de él.
-Jamás te vi con Federico. Él apenas si me hablaba de vos.-
-Lo sé. Pero Lucrecia, sí te hablaba de mí.-
-Mucho.-
-Supongo que así aprendiste a conocerme.-le dijo ella, presionando sus piernas contra las de él.
-Al principio sí.-
-En cambio yo me enteré de vos por Federico. Siempre me hablaba de vos. En realidad, le hablaba de vos a todo el mundo. Envidia.-le explicó ella.
-Yo creía que era admiración.-dijo él, con una sonrisita.
-No seas cínico.-le respondió ella, y se alejo, para sentarse en la silla que está junto al espejo.
-¿Te enojaste?-le preguntó él.
-Una bruja como yo, jamás se enoja con un tipo como vos.-le dijo ella, con una sonrisita.
-¿Y por qué te fuiste a sentar tan lejos?-
-No es tan lejos.-
-Me gustaba sentir tus piernas contra las mías.-
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-Sos débil.-lo desafió ella.
-Somos débiles.-le retrucó él.
-Por eso hay tanto amor entre nosotros. Somos dos seres angustiados.-
-¿Y Federico y Lucrecia, qué son?-
-Dos turistas. Andan por la vida de turistas. No conocen la angustia. Son  narcisistas. Por eso nunca se deprimen. No se preguntan por qué están por aquí, en la tierra. Ellos van de compras todo el tiempo, viven de shopping.-
-¿Tan pobres los conciderás?-
-Sí.-
-¿Y qué hacías vos al lado de Federico?-
-Era una pendeja cuando me enganché con él. Me lleva casi veinte años.-
Se hizo un largo silencio, hasta que ella dijo:
-Me trataba como a una minusválida. Todo mi mundo le parecía, y estoy segura que le sigue pareciendo, infantil, lleno de fantasías. De horrorosas fantasías. Torpe. Para él fui y seré una niña torpe, incapaz de vivir en la realidad, por eso me refugio en la magia, en lo esotérico, en el universo de la brujería. -hizo una pausa y prosiguió:- No sólo me interesa saber por qué estamos aquí, por qué nos pasa lo que nos pasa, quiero saber que nos va a suceder después. No, no me digas nada.-se adelanta ella, a la intención de Aníbal de interrumpirla- Quiero saber qué nos espera después. Necesito saberlo…-
-Nunca lo sabrás.-
-No me importa. Seguiré buscando. Seguiré rodeada de las fotos de mis muertos. Les preguntaré a esos rostros, a esas miradas detenidas, fijas, a esas miradas sepias, a esos rostros sepias. Hurgaré en ellos.-esto lo dijo en un tono de poseída.
-Ahí tampoco hay respuestas.-
-No me importa. ¿Vos no sentís necesidad de saber?-
-Yo sé.-
-¿Qué sabés?-
-Que es inútil. Que nunca sabremos.-
-¿Y eso te conforma? ¿Te calma el miedo, la angustia?-
-Nada me calma, nada me conforma, es así.-
-Te admiro.-
-¿No será que me envidías?-
-Sos injusto. No conozco la envidia.-
-Perdoname.-
-El amor no es suficiente, Aníbal.-
-Lo sé. Pero no hay salida. Al final del túnel no se ve ninguna luz.-
-Igual no me resigno. Seguiré buscando.-
-Seguramente llegarás a Ítaca, pero Ítaca no te va a revelar nada.-
-Te amo.-
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Ella se levantó de la mesa y le dijo:
-Voy hacer pi-pi.-
-¿No querés que te acompañe?-
-¿Para levantare la pollera o bajarme la bombacha?-
-Las dos cosas.-
-Entonces vení, acompañame.-
La siguió. En el baño, ella le dijo:
-Aquí me tiene señor, proceda.-
Él con delicadeza le levantó la pollera y le bajó la bombacha. La pollera era amplia y verde, la bombacha negra. Ella se sentó en el inodoro mirándolo fijamente y sonriéndole. Él también la mira y le sonríe. Ella le dijo:
-Sé en qué estás pensando.-
-¿En qué? Bruja.-
-En el Tango del viudo.-
Ante la provocadora respuesta, él le dijo:
-Por verte, por oírte orinar, por verte, por oírte vertiendo una miel delgada, te amo.-
-Dame un beso.-le pidió ella.
Él la besó en la boca.
-Lo nuestro no debería acabar nunca.-le dijo ella.
-El suicidio. El suicidio.-repitió él.
-No.-
-Sí.-
-Nunca.-
-Ahora somos felices, pero la felicidad no dura.  Qué mejor momento que este. Ahora la hemos atrapado. La hemos hecho nuestra. Qué mejor, y más bello, que terminar abrazados juntos.-
-No quiero que pienses así. No quiero.-
Se quedaron mirándose en silencio. Él le dijo:
-Te voy a reventar.-
-Haceme lo que quieras.-
-Te voy a humillar.-
-Humillame.-
Terminó de orinar. Se pone de pie. Se saca los zapatos. Se quita la bombacha, la deja caer al suelo. Se quita la pollera, la deja caer al suelo. Él la mira, la observa, la deja hacer. Ella empieza a sacarse el sweter, y le dice:
-Ayudame.-
La ayuda. Se queda en corpiño. Se lo quita. Sus pechos muestran todo su esplendor en ese cuerpo alto, moreno, donde las líneas rectas y curvas se conjugan para que la belleza a la que dan vida, ejerza su poder de seducción tiránico, despótico, caprichoso.
-Es imposible no desearte.-le dice él.
-Estoy hecha para eso, para que me desees.-le dice ella y gira sobre sus pies dándole la espalda.
Él comienza a desvestirse. Ella permanece quieta. Espera. Espera. Él queda totalmente desnudo. Con una mano toma su miembro, lo levanta y comienza a orinarla. Ella se estremece.
-Francisca.-
-¿Qué?-
-Somos nosotros. Vos y yo. Somos el amor. El deseo. El miedo. La angustia.-
-Quiero vivir. Quiero que vivamos. No quiero la muerte.-
-Es inútil.-
La orinó toda.
-Vamos a la cama.-le propuso ella.
Salen del baño. Entran en el dormitorio. No encienden ninguna luz, la del pequeño corredor alcanza para distinguir los muebles. Ella le dice:
-No te pongas nada. No quiero que uses forro. No sólo quiero sentir tu pija desnuda, también quiero sentir cuando me acabes, donde sea: en la concha, en el culo o en la boca, quiero sentir toda tu leche. Quiero sentir la tibieza de tu leche deslizarse, correrse, liberarse dentro de mí. Sí, quiero sentir ese espeso manantial caliente, ese sulfato de cal roja, ese sol secreto, quiero sentirte mío, quiero ser tu perra.-y se echó sobre la cama, con las piernas y los brazos bien abiertos.
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Los dos, desnudos, entraron en el living, ella, en una mano lleva un vibrador símil piel. Él toma la muñeca negra de la silla y la pone sobre uno de los ponchos. Ella agarra la silla donde había estado la muñeca y la coloca frente al espejo. Al vibrador lo apoya sobre el baúl, de modo que le sea fácil alcanzarlo.
Él se sienta en la silla. Se mira en el espejo. Le sonríe a su imagen. Francisca se interpone entre el espejo y Aníbal. Ella queda de pie frente a él. Se arrodilla. Le agarra el miembro. Lo comienza a acariciar con las dos manos. El miembro, poco a poco, va tomando grosor. Se lleva el miembro a los labios. Lo besa. Lo introduce en su boca. Siente ese trozo de carne en sus labios, en sus dientes, en su lengua, en su paladar, en sus encías. Ella percibe, con placer, cómo va creciendo, cómo se endurece. Él le acaricia el pelo. Él, suavemente, le empuja la cabeza hacia sí, para que el miembro penetre más en su boca. Ella, con satisfacción, con gozo,  realiza su tarea. Claro que se sabe sumisa, mansa, pero también se sabe señora, dueña, ama, al sentir como ese miembro responde a sus órdenes.
Él goza del contacto de su miembro con esa lengua, ese paladar, esos dientes, esas encías, esa saliva que tantas veces mezcló con la suya, esa saliva que reconoce, como reconoce el flujo vaginal de ella, de Francisca.
Aníbal la recorre con la mirada, la vigila, la acecha, detecta los mínimos gestos,  los  pequeños  movimientos,  la  lentitud,  ve  su  cabeza,  su nuca,
la espalda, el comienzo de las nalgas. Cuando alza la vista, todo eso, se refleja en el espejo.
         -Levantate.-le dice él.
         Ella no obedece, sigue chupando el miembro de él, ahora con avidez, con codicia, con voracidad.
         -Levantante.-le vuelve a decir él.
         Ella, lentamente, se quita el miembro de su boca, y se pone de pie. Él le dice:
         -Date vuelta. Dame el culo.-
         Ella se da vuelta, se toma las nalgas con las manos y las abre, una vez más, le ofrece el culo, el agujero del culo.
         Él, con una mano, dirige su miembro en pos de ese pozo ciego, da con él, y comienza, despacio, a avanzar hacia su interior, y empieza a percibir una nueva forma de placer, y sabe que esa nueva forma de placer también la siente ella.
         -Por favor Aníbal, por favor.-susurra ella.
         -Por favor Francisca, por favor.-susurra él.
         Ella trata de separar más sus nalgas. Él trata de avanzar más con su miembro. Penetra. Hurga. Avanza. Retrocede. Avanza. Retrocede. Avanza.
         -Por favor Francisca, por favor.-repite él, en voz muy baja.
         -Por favor vos. ¡Por favor vos!-exclama ella.
         El espejo les permite acechar cada uno de sus movimientos, de sus gestos, de sus miradas. El espejo los muestra en plena lucha. Ella tiende la mano hacia el vibrador. Lo alcanza. El vibrador tiene puesto un preservativo. Ella abre sus piernas, y con cuidado y muy lentamente, va introduciéndolo en su vagina. Lo enciende, el vibrador comienza a vibrar dentro de ella, a vibrar dentro de su vagina. El rostro de Francisca es una pantalla donde se proyectan todas sus sensaciones: placeres, goces, alegrías, dolores. El rostro de Aníbal también refleja placeres, goces, alegrías. Él ejerce violencia sobre ella. Su miembro la penetra cada vez con más fuerza. Sus manos le oprimen, le aplastan los pechos. Ella introduce en su vagina el vibrador, lo más adentro posible. Ella suspira, gime, pronuncia ayees de dolor y de placer.
         -¡Hija de mil putas!-le grita él.
         -¡Hijo de mil putas!-le grita ella.
         .¡Te voy a reventar!-le grita él.
         -¡Me estás reventando! ¡Hijo de puta! ¡Seguí! ¡Seguí!-le pide ella.
         Cada envestida de él es más potente, más vigorosa, más violenta, más desesperada. Le clavó las uñas en las tetas. Ella se quejo. Él descargó su manantial caliente. Francisca sentía como ese sulfato de cal roja, ese sol secreto estalla dentro de ella y la recorre como un infinito, como un grito inmortal, ajeno a toda muerte.
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         Ella se quitó, con cuidado, el vibrador de su vagina. Lo volvió a poner sobre el baúl. Se puso de pie, se volvió hacia él, y sonriendo le dijo:
         -Te diste el gusto, me reventaste.-
         -No seas hipócrita. Los dos nos dimos el gusto.-le dijo él, devolviéndole la sonrisa.
         -Te amo.-le dijo ella.
         -Yo también te amo.-le dijo él.
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         Francisca, tendida en la cama, esperaba escuchar el ruido de la puerta cuando Aníbal saliera. Ese momento tardó en llegar, más que de costumbre. Al fin oyó abrir y cerrar la puerta.
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         Al rato se levantó. Anduvo por el baño y la cocina. Más tarde entró en el living, súbitamente, una fuerza, un rayo, una luz, alguien le informa que la muñeca negra no está en ningún lado, ni sobre la silla, ni sobre el baúl, ni tirada en el suelo.
         Fue hasta el pequeño corredor que une todas las habitaciones, y miró la imagen del gauchito Gil, tenía la vela apagada, miró la imagen de la madre María, tenía la vela apagada.
         Regresó al living. Se fijó la hora en el antiguo reloj de péndulo, y en voz alta, se dijo:
         -Ya todo habrá terminado: la angustia, el miedo, la felicidad.
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