martes, 20 de enero de 2015

CON FEDERICO EN MI BUNKER DE LA CALLE SARÁCHAGA




¿Con quiénes hiciste el amor en el frío diciembre de 1929 en Harlem?
         Seguro que te preguntaron por Granada. Por tu Granada.
         Eras feliz en esa habitación donde los cuerpos desnudos competían con el señorío de los príncipes gitanos que perseguían las bellas formas que las mujeres ocultaban bajo sus vestidos, la verdadera belleza esculpida por los dioses.
         Harlem, donde los muchachos negros se desnudan para hacer gemir las vaginas de las chicas rubias que ambicionan ser    musas y vestales de un reino concebido, sólo, para la música de jazz.
         Harlem, donde una multitud empobrecida transita las avenidas atravesadas por la ausencia de los bosques que nacen en las axilas y las entrepiernas de los  despreciables corredores de bolsa.
         Federico, ¿la cuchara que arrancaba los ojos de los cocodrilos y golpeaba el culo de los monos era de cobre?
         ¿La mujer gorda era negra? Y quién si no ella mojaba los tambores y las raíces de los tambores, en tanto el vomito de la multitud cubría los frentes de los edificios que aspiraban a convertirse en supermercados, como ese, donde imaginaste que te encontrabas con el viejo Walt, Federico: ningún Apolo es virginal, ni los pequeños accidentes de las veredas son ejemplos de inocencia, son volcanes que perseveran entre los espasmos de esa multitud que orina sobre los que dirigen los cementerios de los parques industriales, donde los hombres y las mujeres de Harlem se atrincheran para beber y comer pequeñas porciones de vértigos que danzan entre bates de beisbol y el acero corrompido de los riñones de los que paladean champán en las terrazas de Wall Street.
         Los mendigos de Harlem arrastran sus pies descalzos sucios de nieve y barro, mientras los amos alzan sus voces de mando con los dedos de sus dos manos cargados de anillos labrados con sus nombres, ante la indiferencia del buen Dios.
         No sé si es cierto todo lo que me contas de Harlem, pero  me decís  que las ortigas, los cardos y las cicutas junto con las sedas que viste ese gentío que atraviesa ventanas y puertas y azoteas y baños públicos lo hacen  como si trotaran por los jardines de la Casa Blanca, donde habitan expertos señores amantes del dólar y las bombas atómicas.
         La negra muchedumbre de Harlem grita, mientras les destrozan las cabezas contra los frentes de los edificios de Harlem y a las mujeres encerradas en las fábricas las ahogan en aceites minerales, esa muchedumbre y esas mujeres son la avanzada de las mentes más lúcidas que horas más tarde Allen vería reptar por las calles de Nueva York en busca de un pinchazo furioso que los liberara de todas las crueldades imaginadas en las alcantarillas de la mente del hombre blanco.
         ¿Eran menos de un millón los herreros que forjaban las cadenas para los niños de nuestro tiempo?
         Niños asesinados por doce toneladas de bombas arrojadas desde el cielo sobre Plaza de Mayo: aviones con bandidos, con bandidos y duquesas y con moros y con frailes, frailes que bendecían la sangre de nuestros niños que corría por las calles simplemente, como sangre de niños.
         Por más hambrienta que esté una perdiz y se coma las colillas de los cigarrillos de marihuana arrojados por las claraboyas que dan a la calle de los negros, no puede asesinar a una pareja de amantes, a las parejas de amantes, como a los niños, la asesina el cielo, sólo el cielo.
         Afirmas o supones que un simple ágape de arañas es suficiente para acabar con el equilibrio del cielo, también podrías haber dicho que un festín de lapiceras ocultas en un ropero pueden terminar con el equilibrio del cielo. No creo que el cielo tenga equilibrio. Si fuera así, ¿quiénes orinarían sobre los gemidos de Harlem? ¿Los fabricantes de mariposas que se tropiezan con los industriales de mandíbulas celestes?
         Decís que las hierbas de tu corazón están en otro sitio y que no te importa que el mar esté lleno de agua, pero le decís a tu amigo que se despierte para que oiga aullar al perro asirio.
         ¿Cómo aullaría un perro que no fuese asirio si en el mar no hubiese agua y las hierbas de tu corazón estuvieran en su sitio?
         ¿Qué pensará ese viejo hermoso con su blanca barba llena de mariposas, cuando le digas que nunca dejaste de ver sus hombros ni dejaste de oír su voz y que lo escuchabas gemir como a un pájaro que tiene el sexo atravesado por una aguja?
         Federico, siento que esta noche tendré que hacerme cargo de todas las ausencias que habitan mi corazón, y también de la sangre que los industriales de mandíbulas celestes arrojan al Maldonado, para emborracharlo como al Hudson de aceite y de gritos de una multitud que aún no orina ni vomita, pero le gusta que le mientan como a un escarbadiente junto a un hilo dental olvidados sobre la página de algún diario que sí orina y vomita sobre la realidad, como si El Vaticano no estuviese gobernado por Francisco.
         Y El Vaticano está gobernado por Francisco.
         Federico, ahora que estás debajo de la tierra y no vez más los balcones de la casa de Pablo, donde la luz de junio ahogaba flores en tu boca, ¿quién desde la torre de Chrysler Building, gritará hacia Roma?
         Mi madre también es una ausencia, pero si no estuviera debajo de la tierra, aunque viera por las calles correr la sangre de nuestros niños simplemente como sangre de niños, tampoco gritaría hacia Roma, ya el cáncer había despertado dentro de ella, ya, su suerte estaba echada. 
         No sé si es cierto cuando me hablas de camellos con sus carnes desgarradas que deambulan por las calles o  por los sueños de los negros de Harlem, pero imagino que en Harlem todo es cierto, sino vos no hubieses ido a Harlem.
         ¡Ay Harlem!, te trajeron de África a Nueva York y ni siquiera te abandonaron a tu suerte.
¡Los banqueros decidieron por vos Harlem, los banqueros!
Son ellos los que tejen el hilo tenso que va de la caja de caudales a los corazones y a los estómagos de los niños pobres, son ellos los que tejen los siniestros tapices del hambre, los que fabrican miles y miles de hombres y mujeres arrastrando sus cuerpos famélicos y embrutecidos por las calles, son ellos, los borrachos de plata, los hombres fríos y las madres y las esposas y las amantes de esos hombres fríos:
¡Oh noble, generosa, gentil, honrosa, digna Norteamérica!
¡Estúpida! ¡Necia! ¡Imbécil! ¡Asesina! ¡Criminal!
¡Oh selva del vómito y del paisaje de la multitud que vomita y de la multitud que orina!

Victorio  Veronese   
            


          

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