¿Con quiénes hiciste el amor en el frío diciembre de 1929 en
Harlem?
Seguro que te
preguntaron por Granada. Por tu Granada.
Eras feliz en
esa habitación donde los cuerpos desnudos competían con el señorío de los
príncipes gitanos que perseguían las bellas formas que las mujeres ocultaban
bajo sus vestidos, la verdadera belleza esculpida por los dioses.
Harlem, donde
los muchachos negros se desnudan para hacer gemir las vaginas de las chicas
rubias que ambicionan ser musas y vestales de un reino concebido, sólo,
para la música de jazz.
Harlem, donde
una multitud empobrecida transita las avenidas atravesadas por la ausencia de
los bosques que nacen en las axilas y las entrepiernas de los despreciables corredores de bolsa.
Federico, ¿la
cuchara que arrancaba los ojos de los cocodrilos y golpeaba el culo de los
monos era de cobre?
¿La mujer gorda
era negra? Y quién si no ella mojaba los tambores y las raíces de los tambores,
en tanto el vomito de la multitud cubría los frentes de los edificios que
aspiraban a convertirse en supermercados, como ese, donde imaginaste que te
encontrabas con el viejo Walt, Federico: ningún Apolo es virginal, ni los
pequeños accidentes de las veredas son ejemplos de inocencia, son volcanes que
perseveran entre los espasmos de esa multitud que orina sobre los que dirigen
los cementerios de los parques industriales, donde los hombres y las mujeres de
Harlem se atrincheran para beber y comer pequeñas porciones de vértigos que
danzan entre bates de beisbol y el acero corrompido de los riñones de los que
paladean champán en las terrazas de Wall Street.
Los mendigos de
Harlem arrastran sus pies descalzos sucios de nieve y barro, mientras los amos
alzan sus voces de mando con los dedos de sus dos manos cargados de anillos
labrados con sus nombres, ante la indiferencia del buen Dios.
No sé si es
cierto todo lo que me contas de Harlem, pero
me decís que las ortigas, los
cardos y las cicutas junto con las sedas que viste ese gentío que atraviesa
ventanas y puertas y azoteas y baños públicos lo hacen como si trotaran por los jardines de la Casa
Blanca, donde habitan expertos señores amantes del dólar y las bombas atómicas.
La negra
muchedumbre de Harlem grita, mientras les destrozan las cabezas contra los
frentes de los edificios de Harlem y a las mujeres encerradas en las fábricas
las ahogan en aceites minerales, esa muchedumbre y esas mujeres son la avanzada
de las mentes más lúcidas que horas más tarde Allen vería reptar por las calles
de Nueva York en busca de un pinchazo furioso que los liberara de todas las
crueldades imaginadas en las alcantarillas de la mente del hombre blanco.
¿Eran menos de
un millón los herreros que forjaban las cadenas para los niños de nuestro
tiempo?
Niños
asesinados por doce toneladas de bombas arrojadas desde el cielo sobre Plaza de
Mayo: aviones con bandidos, con bandidos y duquesas y con moros y con frailes,
frailes que bendecían la sangre de nuestros niños que corría por las calles simplemente,
como sangre de niños.
Por más
hambrienta que esté una perdiz y se coma las colillas de los cigarrillos de
marihuana arrojados por las claraboyas que dan a la calle de los negros, no
puede asesinar a una pareja de amantes, a las parejas de amantes, como a los
niños, la asesina el cielo, sólo el cielo.
Afirmas o
supones que un simple ágape de arañas es suficiente para acabar con el
equilibrio del cielo, también podrías haber dicho que un festín de lapiceras
ocultas en un ropero pueden terminar con el equilibrio del cielo. No creo que
el cielo tenga equilibrio. Si fuera así, ¿quiénes orinarían sobre los gemidos
de Harlem? ¿Los fabricantes de mariposas que se tropiezan con los industriales
de mandíbulas celestes?
Decís que las
hierbas de tu corazón están en otro sitio y que no te importa que el mar esté
lleno de agua, pero le decís a tu amigo que se despierte para que oiga aullar
al perro asirio.
¿Cómo aullaría
un perro que no fuese asirio si en el mar no hubiese agua y las hierbas de tu
corazón estuvieran en su sitio?
¿Qué pensará
ese viejo hermoso con su blanca barba llena de mariposas, cuando le digas que
nunca dejaste de ver sus hombros ni dejaste de oír su voz y que lo escuchabas
gemir como a un pájaro que tiene el sexo atravesado por una aguja?
Federico,
siento que esta noche tendré que hacerme cargo de todas las ausencias que
habitan mi corazón, y también de la sangre que los industriales de mandíbulas
celestes arrojan al Maldonado, para emborracharlo como al Hudson de aceite y de
gritos de una multitud que aún no orina ni vomita, pero le gusta que le mientan
como a un escarbadiente junto a un hilo dental olvidados sobre la página de
algún diario que sí orina y vomita sobre la realidad, como si El Vaticano no
estuviese gobernado por Francisco.
Y El Vaticano
está gobernado por Francisco.
Federico, ahora
que estás debajo de la tierra y no vez más los balcones de la casa de Pablo,
donde la luz de junio ahogaba flores en tu boca, ¿quién desde la torre de
Chrysler Building, gritará hacia Roma?
Mi madre
también es una ausencia, pero si no estuviera debajo de la tierra, aunque viera
por las calles correr la sangre de nuestros niños simplemente como sangre de
niños, tampoco gritaría hacia Roma, ya el cáncer había despertado dentro de
ella, ya, su suerte estaba echada.
No sé si es
cierto cuando me hablas de camellos con sus carnes desgarradas que deambulan
por las calles o por los sueños de los
negros de Harlem, pero imagino que en Harlem todo es cierto, sino vos no
hubieses ido a Harlem.
¡Ay Harlem!, te
trajeron de África a Nueva York y ni siquiera te abandonaron a tu suerte.
¡Los banqueros decidieron por vos
Harlem, los banqueros!
Son ellos los que tejen el hilo tenso
que va de la caja de caudales a los corazones y a los estómagos de los niños
pobres, son ellos los que tejen los siniestros tapices del hambre, los que
fabrican miles y miles de hombres y mujeres arrastrando sus cuerpos famélicos y
embrutecidos por las calles, son ellos, los borrachos de plata, los hombres
fríos y las madres y las esposas y las amantes de esos hombres fríos:
¡Oh noble, generosa, gentil, honrosa,
digna Norteamérica!
¡Estúpida! ¡Necia! ¡Imbécil!
¡Asesina! ¡Criminal!
¡Oh selva del vómito y del paisaje de
la multitud que vomita y de la multitud que orina!
Victorio Veronese
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