jueves, 23 de abril de 2015

HOMENAJE A BUÑUEL



En mi último suspiro, Buñuel nos dice (me dice) que está solo y viejo, que lo único que imagina es el caos. Que el sol es más cálido cuando somos jóvenes. Que el mal a ganado la batalla. Que el azar es impotente.
A medida que nuestra edad avanza, el tiempo transcurre más rápido. Cuando uno es joven, tiene la sensación, que tenemos tiempo de sobra  para  llevar a término nuestros proyectos.
Recién a los setenta y cinco años empezó a detestar  la vejez. Aunque encontraba cierta liberación  al no estar más atado al deseo sexual. Ya no ambicionaba nada: ni una casa a orillas del mar, ni un “Rolls- Royce”, tampoco objetos de arte.
Cuando en la calle o en un hotel veía a un hombre viejo y muy débil le decía a la persona que estaba con él -ahora me lo dice a mí, que leo estas memorias y las reescribo, porque  en este momento, soy el único que está con él-: “¿Has visto a Buñuel? ¡Qué ruina!”
También  cuenta que relee La vejez, de Simone de Beauvoir. Si él me pudiese escuchar, le diría: Mi madre en sus últimos años también releía La vejez. Yo no sé si la leeré, no creo tener coraje  para hacerlo.
Aunque que hice mi última película a los setenta y siete años, sentía pudor de exhibirme en traje de baño en las piscinas. Diría que hasta entonces mi vida en buena medida se mantenía activa, recién en los últimos cinco años empezó verdaderamente la vejez. He empezado a quejarme de las piernas, luego de los ojos, y de la cabeza: olvidos, falta de concentración. La vesícula me llevó a internarme en un hospital, y fui alimentado con suero. Me horroriza el hospital. Al tercer día, arranqué los hilos y los tubos y me fui a casa. En 1980 me operaron de la próstata. En 1981, otra vez la vesícula. Mi salud se ve rodeada de amenazas. Soy consciente de mi decrepitud.
Me es fácil establecer mi diagnóstico: soy viejo. Esa es mi principal enfermedad. Sólo me siento bien en mi casa, fiel a mi rutina cotidiana. Me levanto, tomo café, hago media hora de ejercicio, me lavo, tomo otro café y como algo. Ya son las nueve y media o las diez. Salgo a dar una vuelta manzana, y luego me aburro hasta el mediodía. Mis ojos son débiles. Sólo puedo leer con una lupa y una iluminación especial, lo que me fatiga pronto. Mi sordera me impide desde hace tiempo escuchar música. Entonces reflexiono, echando frecuentes miradas al reloj.
El mediodía es la hora del aperitivo, lo tomo muy lentamente en mi despacho.
Después de comer, me hecho en el sillón, y duermo hasta la tres. De tres a cinco es cuando más me aburro. Leo algunas líneas, contesto alguna carta, acaricio algunos objetos. A partir de la cinco, las miradas al reloj se multiplican, ¿cuánto tiempo tengo hasta el segundo aperitivo, que tomo a las seis de la tarde? A veces escamoteo una hora. También a veces recibo algunos amigos y charlo con ellos. Ceno a las siete con mi mujer y me acuesto temprano.
Desde hace cuatro años no voy al cine, a causa de mi vista, de mi oído, de mi horror a la multitud, y nunca veo televisión.
A veces paso una semana entera sin  recibir  visita. Entonces me siento abandonado. Pero a veces interviene el azar, y llega alguien que no esperaba. Y al día siguiente vuelve a intervenir el azar y cuatro o cinco amigos vienen a verme y pasan la tarde conmigo. Alcoriza, Juan Ibañez, que bebe coñac a toda hora, y también el padre Julián, un dominico moderno, excelente pintor y grabador, autor de singulares películas. Claro que hablamos sobre la fe y la existencia o no, de Dios. Como ante mí tropieza con un ateísmo sin fisuras, un día me dijo:
-Antes de conocerlo, había veces que sentía vacilar mi fe. Desde que hablamos, mi fe se ha reafirmado.-
Yo puedo decir otro tanto de mi incredulidad.
En medio de esta existencia minuciosamente reglamentada, la redacción de estas memorias, con la ayuda de Carriére, ha constituido una efímera revolución. Lo cual me permite no cerrar la puerta por completo.
 Para mí, que leo mi último suspiro -y que sin pudor me meto en él y  elimino palabras y agrego palabras y a veces les cambio el sentido para acomodarlas a mis intereses, a mis ideas, como un sangriento tirano,  como un vulgar Catón- es un  regaló de la mujer de mi vida, con la más bella y cruel dedicatoria, que una bella mujer le puede dedicar a un hombre; sucede, mejor, nos sucede a ella y a mí, algo que Osvaldo Rossler nos repetía:”No es bueno que alguien nos conozca demasiado”. Justamente eso nos sucede a nosotros. Su dedicatoria no es inocente. Nada de lo que esta bella señora, decida sobre mí, es inocente. Y está bien que así sea. El amor está hecho de excesos. Y la pasión exige destrucción para volver embellecernos.
Jorge Smerling, leyó la dedicatoria y la fecha de la misma, y me preguntó, si en esa época estábamos juntos, le contesté:
-Siempre estuvimos juntos.-
Lo que Buñuel cuenta a continuación, lo relaciono con el ajedrez. Dice, en realidad me dice, sí, soy tan soberbio que siento y pienso que se dirige a mí. Seamos sinceros, si no fuese soberbio no podría hacer lo que estoy haciendo, sin soberbia no hay poesía. La soberbia en el arte es tan justa y tan necesaria como el azar. Sin azar no habría arte, y sin soberbia tampoco.
Desde hace un tiempo, escribo en un cuaderno los nombres de mis amigos desaparecidos, a ese cuaderno lo llamo El libro de los muertos. Lo hojeo con bastante frecuencia. Ya contiene centenares de nombres,  encolumnados por orden alfabético. Los militantes del grupo surrealista están marcados con una cruz roja. 1977-1978 fue un año fatal para el grupo: Man Ray, Calder, Max Ernst y Prévert. Está claro porque lo relaciono con el arte de la diosa Caissa. Es como si Buñuel estuviese anotando en ese cuaderno a  todos los que ya  recibieron jaque mate.
Hace tiempo que el pensamiento de la muerte me es familiar. Pero no hay gran cosa que decir de la muerte cuando se es ateo como yo. Nada me espera, que no sea el olor dulzón de  la podredumbre. Tal vez me haga incinerar para evitar eso.
Sin ilusión sobre la muerte, me digo que una muerte repentina es envidiable, como la de Max Aub, que murió de pronto mientras jugaba a las cartas. O jugando al ajedrez. Esto ya lo escribí en un poema a Vallejo. Como carezco de pudor, lo vuelvo a escribir.
Desde hace varios años, cada vez que abandono un lugar que conozco bien, como París, Madrid, Toledo, El Paular, me detengo un instante para decir adiós a ese lugar, porque pienso que lo estoy viendo por última vez. Claro que a veces regreso a un lugar del cual me he despedido. No importa, al marcharme, me despido por segunda vez.
Si hubiese una tercera o una cuarta, haría lo mismo.
Cuando me preguntan por qué viajo cada vez menos, respondo: “Por miedo a la muerte”. Ya sé que hay tantas probabilidades de morir aquí como en cualquier otro lugar, pero para mí sería  atroz que la muerte me sorprendiera en una habitación de hotel, en medio de maletas abiertas y papeles desordenados.
Igualmente atroz, o peor, me parece la muerte diferida largo tiempo por técnicas médicas, esa muerte que todos sabemos que va a llegar, y  los médicos, más que nadie, y la demoran perversa y fanáticamente. Los médicos han inventado la más refinada de las torturas modernas: la supervivencia. He llegado a comprender a Franco, se lo mantuvo artificialmente vivo durante meses. Es criminal.
Estoy convencido, que en el futuro habrá una ley que contemple la eutanasia, el respeto a la vida humana no tiene sentido cuando conduce a un largo suplicio para el que se va y para los que se quedan.
¿Volveré a releer mi último suspiro? De todas maneras al regresarlo a mi biblioteca, le digo adiós. Y si alguna vez  vuelvo a él, al cerrarlo volveré a decirle adiós. Le diré adiós toda las veces que  ello ocurra.      

      


  



martes, 17 de marzo de 2015

LA PROFESORA DE LITERATURA



         Salió de la escuela. Caminó hasta la parada del colectivo, su puso en la fila y vio a la profesora de literatura dos lugares más adelante, que le sonreía, él, tímidamente, le devolvió la sonrisa.
         Ya en el colectivo ella le dijo:
         -Saqué también tu boleto, Andrés.-
         El chico con sus monedas en la mano se puso colorado. Sintió que todas las miradas de los demás pasajeros se dirigían a él, en realidad, no eran tan así.
         La profesora se sentó junto a una ventanilla y colocó su cartera en el asiento de al lado para reservárselo.
         Él seguía con las monedas en la mano, sin saber qué hacer.
         -Vení, sentate.-le dijo ella.
         El chico confundido le dijo:
         -Tome.-tratando de darle las monedas.
         -Por favor, Andrés. Guardalas y sentate.-le dijo ella amablemente.
         Él guardó las monedas y se sentó. No puedo articular siquiera: “Gracias”.
         -¿Cómo te fue hoy?-
         -Bien.-le dijo el chico, sin mirarla.
         -¿Nada más que bien?-
         -Sí.-contesto él, tratado de evitar la mirada de ella, que si bien no la veía, la sentía sobre él.
         Ella, tal vez cínica, o por qué no, maternal, disfrutaba con el nerviosismo del chico. Ella reconocía que, desde hace un tiempo, Andrés está presente en sus pensamientos. Puede estar en la cocina sirviéndose un café, sentada en el sillón del living fumando, o en la cama tratando de conciliar el sueño, y la imagen de Andrés apareciendo y persiguiéndola insistentemente. A veces imagina planes para aproximársele y avanzar más allá de esos sueños, de esas escenas que su mente, impulsada por sus deseos, dibuja, inventa, crea. Muchas veces se sorprendió acariciándose los pechos, las piernas, el vientre, introduciéndose dedos en la vagina, mientras sueña a Andrés junto a ella, sobre ella, debajo de ella, dentro de ella.
         -¿Qué tuviste hoy?-
         -Matemáticas, historia, inglés y computación.-le contestó él mientras ordenaba o hacia que ordenaba sus libros y sus carpetas.
         -¿Estuviste leyendo algo de lo que les di?-
         -Sí.-contestó, sin dejar de manipular sus cosas.
         -Mirá que pasado mañana les voy a tomar.-
         -Estuve leyendo Rayuela.-le respondió, ahora, alzando la cabeza y mirándola.
         -¿Qué te parece?-
         -Rebuena.-esto lo dijo admirativamente.
         -¿Leíste mucho?-
         -Hasta la página cincuenta.-
         -La verdad no es mucho.-le dijo ella, pero no en tono de profesora que amonesta a su alumno, sino de complicidad.
         -La compu, profesora, me copa. Pero, en serio, lo que leí me pareció rebueno.-le dijo con entusiasmo.
         -¿Y de lo que leíste qué te acordás?
         -… No sé, muchas cosas…-
         Viendo que el chico se quedó en silencio, ella le dijo:
         -Decime qué te llamó la atención, o te conmovió.-
         Él permaneció callado unos instantes y después dijo:
         -… Por ejemplo, en el primer capítulo -ahora no evita la mirada de ella-, cuando Oliveira habla de la Maga… Hay una cosa…-y nuevamente se queda en silencio.
         -¿Qué?-le pregunta ella mirándolo a los ojos e instándolo hablar.
         Él sosteniéndole la mirada le dice:
         -“Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos”.-
         Ella esboza una sonrisa antes de preguntarle:
         -¿Por qué te interesa ese pensamiento, esa reflexión?-
         -No sé, no sé.-le dice él, ahora, nuevamente evitando la mirada de ella, y fijando la suya, sin proponérselo, en la máquina de los boletos.
         -Algo hizo que te detengas en esa frase, que le prestaras atención. ¿Qué puede ser?-le dijo ella, observando, con satisfacción, como el chico volvía a ponerse nervioso.
         -No lo sé… Me quedó…-le dijo, dejando de mirar la máquina de boletos y volviendo a ordenar o hacer que ordena sus carpetas y sus libros.
         Ella, acechando cada movimiento del chico, le dice:
         -Tenemos que bajarnos.-
         -¡Yo no!-le dijo él sorprendido, y mirándola agregó:-Yo me bajo en la otra parada.
         Ella tenía en el rostro dibujada una nueva sonrisa y él se enfrentó con esa nueva sonrisa.
         -Bajemos juntos, así seguimos hablando de Rayuela.-le propuso ella.
         Él se sintió como paralizado, pensó que no iba a poder levantarse del asiento.
         Ella repitió:
         -Así seguimos hablando de Rayuela.-
         El chico hizo un gran esfuerzo para levantarse e ir hacia la puerta, pidiendo:
         -Permiso, permiso.-
         Bajaron. A él se le cayó un libro que quedó sobre el cordón de la vereda, se agachó para levantarlo ante la mirada atenta de ella, cuando alzó la cabeza se enfrentó con esa mirada. Ella le dijo:
         -Vamos. Tenemos que caminar una cuadra nada más.-
         El chico se puso a caminar a su lado.
         -Así que no sabés, por qué te quedó esa frase. Te quedó.-esto ella se lo dijo sin sonreír, pero mirándolo.
         Él haciendo un movimiento con su cabeza, agitando su largo y lacio pelo rubio, le dijo:
         -Me quedó.-pero no se animó a mirarla.
         Ella le preguntó qué pensaba de París, de Oliveira, y más precisamente de la Maga, él se defendió diciendo:
         -Tendría que leer más, para darme cuenta, y decir cómo es.-
         Ella se detiene en la puerta de un edificio de altos, él la imita. Ella abre la cartera y saca las llaves. Él le dice:
         -Bueno, nos vemos.-
         -Qué, ¿vamos a interrumpir esta charla? Está interesante, ¿no te parece?-
         -Sí, pero…-
         -Pero merendemos juntos.-lo interrumpió ella, y agregó:-¿O tenés algún compromiso?-
         -… No… Sí… Pero…-balbuceo el chico, que sentía en su estomago un calambre o cosa parecida.
         Ella introdujo la llave en la cerradura y abrió la puerta. Volviendo la cabeza hacia el chico, le dijo:
         -No te quedes ahí parado, entrá.-
         Él no sabía si salir corriendo, quedarse parado, o entrar.
         Ella insistió:
         -Vamos, entrá.-
         Le dijo esas dos palabras muy dulcemente, tal vez fue ese tono lo que lo decidió a entrar. En el ascensor, Andrés, al ver su imagen en el espejo, no sabía si arreglarse la corbata, el cuello de la camisa, el saco, o volver a manipular sus libros y sus carpetas.  En tanto ella, lo miraba mirarse en el espejo. Cuando el ascensor se detuvo en el cuarto piso, le dijo:
         -Llegamos.-
         Antes de entrar en el departamento  se oían los ladridos, apenas entraron el animal empezó a saltar de alegría, a correr a lo largo del living.
         -Bueno, calmate Canela, calmate.-le decía ella, mientras dejaba su cartera sobre el dressoir.
         Él, en el medio del living, parado, sin saber qué actitud tomar, observaba como la profesora apoyaba la cartera sobre el dressoir y el ir y venir enloquecido de la perra. Ella le dijo:
         -Dejá tus libros por ahí, y ponete cómodo. Quitate el saco y la corbata. Vos no sabés cómo odio las corbatas. No, no me mires así. Odio las corbatas. Nunca supe cuál es su función. Dicen que da un toque de elegancia.-
         Y acercándosele lo ayudó a quitarse el saco y la corbata. Esto a él lo puso más nervioso de lo que estaba, pero igual se dejó ayudar. También fue ella quien colgó ambas cosas en el perchero. Volviéndose hacia él, le dijo:
         -¿Qué querés? Té, café, leche, tostadas, manteca, mermelada, sanwiches de jamón y queso. Decime.-
         -Parecés mi mamá.-le dijo él con una sonrisa que no ocultaba su nerviosismo.
         Ante las palabras del chico todo el cuerpo de ella estalló en una carcajada, y le dijo:
         -Te perdono que me hayas comparado con tu mamá, porque es la primera vez que me tratás de vos. ¿Te diste cuenta?-
         Él se puso colorado. Ella le dijo:
         -No tenés por qué avergonzarte. Me gusta que me trates de vos, todos tus compañeros lo hacen.-
         -… Sí, pero a mí me cuesta.-
         -¿Por qué?-le dijo ella en tono seductor y acercándosele.
         -… No sé… -le dijo él, con una voz apenas audible.
         -Será porque te gusto.-le dijo ella en el mismo tono seductor.
         Él sentía los pies como clavados en el piso, los brazos atados al cuerpo, ese cuerpo que había soñado con ese otro cuerpo de mujer que ahora estaba frente a él, no sólo en actitud de entrega, también con gesto desafiante. Ella pronunció  su nombre:
         -Andrés.-
         Él seguía inmóvil, como petrificado, incapaz de realizar un mínimo movimiento, incapaz, siquiera, de expresar un monosílabo. Ella avanzó hasta rodearlo con sus brazos, y le dijo:        
         -Besame. Besame.-

         Canela, excitada, iba del slip rojo de Andrés tirado en el suelo, al sutien amarillo de su dueña que colgaba del respaldo de un sillón, del vestido blanco con rombos azules a la pequeña bombacha amarilla, de la camisa de Andrés hecha un boyo junto a los zapatos y las medias y demás trofeos desparramados al azar. Canela reconocía en cada una de las pertenencias de su dueña su perfume, su aroma, sus olores, en tanto en las de Andrés descubría perfumes, aromas, olores nuevos. Canela entraba y salía del dormitorio con la misma inquietud que pasaba revista a cada uno de esos objetos indefensos, abandonados a su suerte, por el arrebato, la vehemencia, la avidez de dos cuerpos que se desean.

         Están de espaldas sobre la cama, tomados de la mano. Ella le pregunta, cariñosamente:
         -¿Te pasó el susto?-
         -No sé.-
         -¿Cómo que no sabés?-
         -… Sí, no sé… -
         Ella giró su cuerpo hacia él, y vio el perfil de ese rostro adolescente, los largos cabellos rubios desordenados sobre la almohada, la mirada fija en el cielorraso o en el vacío, o tal vez en el recuerdo de alguna imagen recientemente vivida. Ella, siempre en tono cariñoso, le preguntó:
         -¿Cuándo hacés el amor con Mirta, también te ponés así?-
         -Pero Mirta tiene mi edad.-
         Ella no pudo evitar reírse ante la sincera e inocente respuesta del chico, y le dijo:
         -Antes me comparaste con tu mamá, y ahora me decís que soy una vieja.-
         -No, no sos vieja pero…-se apresuró a decir, pero se interrumpió, y se quedó en silencio.
         Ella esperó antes de preguntarle, con la ternura del momento:
         -¿Pero qué?-
         -… Que no sos vieja, pero Mirta tiene mi edad y es diferente-y dejando de mirar el cielorraso o el vacío, mirándola a ella, le pregunta-¿Y vos cómo sabés que hago el amor con Mirta?-
         -¿De veras querés saberlo?-
         -Sí.-
         -Porque soy como tu mamá.-
         -¿Qué querés decir?-
         -Los años. La edad.-
         Él volvió apoyar su cabeza en la almohada y a fijar la mirada en el vacío o  en el cielorraso. Ella siguió mirando ese perfil y esos pelos rubios desparramados sobre la almohada, los miró unos instantes, y luego muy lentamente, comenzó a deslizar su mirada por el cuello, los hombros, el pecho, el vientre, el sexo, las piernas, los pies, todo era de una armonía, de una cadencia, de un ritmo, que no sólo pedía admiración, exigía celebración.
         Primero le besó el cuello suavemente, después se lo mordió suavemente, y también, suavemente le mordió  el hombro. Lenta y salvaje y tierna, fue recorriendo con sus labios, su lengua, sus dientes, su saliva, sus manos, ese cuerpo de niño temeroso y a la vez triunfador, ese cuerpo que tantas veces la perseguía en la vigilia como en el sueño, ese cuerpo tantas veces deseado, acariciado en las infinitas imágenes que se sucedían en su mente, mientras echaba agua a las plantas, ordenaba el placard, o preparaba un baño de inmersión, ahora lo tenía ahí, sobre su lecho, desnudo, totalmente desnudo, como una revelación o una gracia, y su boca y sus manos acariciaban ese sexo de niño que tantas veces había besado, acariciado, introducido en su boca, en esas vigilias en que la imagen de Andrés la perseguía constantemente, estando sola en esta misma cama.
         Él recibía la tibieza de los labios besándole el cuello, la dureza de los dientes mordiéndole suavemente el hombro, las destrezas en acariciar cada una de las zonas de su cuerpo con esas manos que días atrás en la escuela, mientras estaba conversando con Mirta, le acarició la cabeza, y le dijo: “¡Qué lindo tenés el pelo, Andrés!”, ahora, sentía como su sexo iba creciendo al ritmo de esas caricias lentas, salvajes y tiernas.
         Ella tomó de la mesita de luz un nuevo preservativo, y una vez más con sus dientes rompió el pequeño sobre, quitó el preservativo y se lo colocó a ese miembro erecto que tanto deseaba y que tanto la deseaba, y le dijo:
         -Ahora te muevas. Dejame hacer a mí.-
         Andrés obedeció. Ella con movimientos morosos y precisos quedó sobre él. Su sexo fue en busca de ese otro sexo rígido, duro, joven,  su sexo, dichosamente lubricado hacia que ese trozo de carne erecta la penetrara lenta, lentamente, y lentamente apoyándose en sus rodillas y en sus brazos, hacía que ese sexo rígido, duro, joven, dejara de penetrarla, pero no del todo, trataba y lo lograba,  mantener los labios vaginales acariciándolo, sintiendo su rigidez y su tibieza. 
         -¿Te gusta?-le preguntó ella.
         -Totalmente.-
         -¿Cómo es totalmente?-
         -No sé. Totalmente.-
         -¿Qué vas a decir en tu casa?-
         -Nada.-
         -Pero te van a preguntar, por qué llegás tarde.-
         -Seguro.-
         -¿Te das cuenta que nos metimos en un gran kilombo?-le dijo ella con una inmensa sonrisa.
         -Sí. También me doy cuenta que el tuyo es más grande que el mío.-le dijo él, pero sin sonrisa.
         -Otra vez me estás diciendo vieja.-
         -Si se arma podés quedarte sin trabajo.
         -¿Entonces pensás que no vale la pena lo que estamos haciendo?-
         -Sí que vale, y mucho. ¡O todo!-
         -Claro, vale todo.-esto ella se lo dijo como en un susurro.
         -Muchas veces me hice la paja pensando en vos.-le confiesa él.
         -Yo también me la hice muchas veces pensando en vos.-le confiesa ella.
         -Tenés unas tetas muy lindas.-
         -¿Nada más que las tetas?-
         -Todo.-
         -¿Y entonces?-
         -Entonces, sos una flor de yegua.-
         -Me gusta que me digas yegua. Escuchame Andrés.-
         -¿Qué?-
         -Vamos a acabar juntos, ¿sabés?-
         -Sí.-
         -¿Te gusta metérmela?-
         -Sí.-
         -Y a mí me gusta que me la metas.-
         -A mí gustó mucho cuando me la chupaste.-
         -Y a mí me gustó chupártela. Tenés una linda pija.-
         Ella con sus movimientos había logrado el ritmo exacto, preciso, necesario para que el placer dominase a esos cuerpos que habían empezado a descubrirse, a revelarse el uno al otro.
         -Mabel.-
         -¿Qué?-
         -Repetí pija, pija.-
         -Pija, pija, pija…-    
                        


LA FELICIDAD



         Mientras subían él le dijo:
         -¿Te acordás de la Amante Inglesa?-
         -Glenda Jackson-Helmut Berger.-le contestó ella rápidamente.
         -Entonces tenés presente la escena del ascensor.-
         -Qué, ¿querés cojerme aquí?-le preguntó ella, mirándolo a los ojos.
         -Me gustaría. Pero nos echarían del edificio. Tus vecinos son muy rígidos con ciertas costumbres.-le dijo él irónicamente.
         -Qué te parece, me hicieron sacar el baúl que había puesto delante de la puerta. Decían que era una provocación, un acto de brujería. Que el baúl se asemejaba a un féretro.-le dijo ella, molesta.
         -¿Y no era un acto de brujería?-le preguntó él, con cargada intención.
         -¿Qué querés decir?-
         -El gauchito Gil. La madre María. El Tarot. Los Búhos de Xilbalbá. La celebración del nacimiento del Sol. ¿Qué son?-
         -¿A vos te incomodan?-
         -Para nada.-
         -¿Y entonces?-
         -No es por mí, es por tus vecinos.-
         -Mis vecinos, ¿qué?-
         -Me parecen que tienen razón. Más que media bruja, sos una bruja completa.-le dijo él en tono de broma, pero en el fondo reconocía que había mucho de cierto.
         -Por lo que veo, no estás dispuesto a cojerme aquí.-le dijo ella levantándose la pollera y mostrando las piernas.
         La hermosa jaula de hierro que los conducía, se detuvo en el cuarto piso. Al mismo tiempo, ella dejó caer su pollera.
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         Fue ella quien abrió la puerta del departamento, es de madera negra, seguramente ébano, tan hábilmente trabajado como los hierros del ascensor.
         El departamento es chico. Está amueblado con mesas, mesitas, sillas, sillones, vitrinas, espejos, que pertenecieron a otro ámbito y a otra época, donde cierto lujo y cierta elegancia sumaban para orgullo de sus moradores, como esa  mesita de ajedrez, redonda y baja, que si bien no sirve para jugar, le da un toque de simpatía, de distinción e inteligencia al hollcito de entrada. El perchero denuncia su estirpe, igual que las vitrinas colmadas de objetos: fuentes de plata, vasos de cristal, collares de perlas, pulseras, relojes, anillos con diamantes, tazas y platos de porcelana, cucharitas de plata, pequeños fourchette d’or. Si bien todo conserva un orden, el orden no es severo.
         Una muñeca de terciopelo negro, de cabellera negra, de grandes ojos negros, está sentada en una silla rojo carmesí, como las que había en  los cabarets y casas de citas de principios del siglo veinte.
         La imagen del gauchito Gil, con una vela encendida. La imagen de la madre María, con una vela encendida.
         En los estantes de la biblioteca conviven, un San Cipriano, un Echiridón, dos Popol-Vuh, dos Biblias, un Vudú dominicano, otro haitiano, con cuencos de ónix, potes y botellas de varios colores, morteros de mármol, vasijas de barro, alfileres, agujas y algunas espinas de tuna, entre otras muchas cosas.
         Sobre un sillón dorado dos ponchos, uno del Perú, otro de Bolivia, dispuestos de manera de ser admirados.
         De las paredes de un pequeño cuarto, que hace a las veces de living-comedor, cuelgan varios retratos, con hombres trajeados con levitas, cuellos duros, bigotes levantando sus puntas al cielo, en tanto las mujeres llevan vestidos largos que no dejan ver  los calzados, pecheras que las cubren hasta el cuello y altos peinados coronando sus cabezas.
         El antiguo reloj de péndulo que cuelga de una de las paredes, primero perteneció a los Álzaga y después a los Guerrero.
         El pequeño departamento tiene dos ventanas, que dan sobre la calle Humberto 1°, una pertenece al dormitorio, la otra al living. La cama es grande, lo cual reduce los espacios para moverse con comodidad, especialmente el que hay entre la cama y el ropero, que a pesar de encontrarse en un lugar estrecho, manifiesta su presencia, seguro de su majestuosidad; tiene tres cuerpos, la puerta del medio luce su espejo original, donde se suele reflejar casi todo lo que pasa en esa pequeña habitación, la cama y lo que sucede en ella es lo más expuesto, al ojo implacable  del espejo.
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         Ellos, gracias al espejo no sólo son protagonistas, son testigos privilegiados de las pequeñas y grandes maniobras que realizan con sus cuerpos: aunándose, separándose, volviendo aunarse, a separarse.
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         Ella abriendo sus piernas para que él la penetre.
         Él penetrándola por adelante.
         Él penetrándola por atrás.
         Ella buscando el miembro de él para introducirlo en su boca.
         Él diciéndole:
         -Sos una mierda.-
         Ella asintiendo:
         -Soy una mierda.-
         Él diciéndole:
         -Te amo.-
         Ella diciéndole:
         -Yo también te amo.-
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         El espejo del living, también los suele mostrar como  protagonistas y testigos de arrebatos, de furores y dulzuras, de violencias y delicadezas, nada les resulta ajeno, ni el dolor ni el placer, y menos el placer que les produce dolor. Todo cuenta entre ellos, todo vale, todo sirve para elevarlos al éxtasis, a sentirse vivos, plenos, no simples mortales.
         Son dos conciencias desesperadas.

Ella misma le ofrece el culo. Ella misma se abre las nalgas con sus manos y le dice;
-Meteme el dedo en el culo.-
Él se lo mete suave, lentamente, lo gira, lo gira, lo va introduciendo en ese agujero, en ese orificio, en esa codiciable abertura, en ese ávido, ambicioso, generoso túnel. Ahí adentro, en ese pozo ciego y luminoso, el dedo tiene libertad, porque el túnel es vasto, espacioso.
-Meteme dos dedos.-le pide ella.
Él le mete dos dedos. Ella le dice a su imagen reflejada en el espejo:
-Soy Francisca, soy Francisca…-
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-¿Me vas a decir que mi concha es tan grande como el Arca de Noé, como me dijiste la primera vez que hicimos el amor.-
-Siempre que cojemos te lo recuerdo.-
-Me gusta cuando me metes tu lengüita, tu pérfida lengüita, en mi conchita.-
-¿Conchita?-
-Bueno, en mi Arca de Noé.-
-Pero vos no me dejás que me quede a vivir en ella.-
-No es que no quiera, no podés quedarte a vivir, mi amor. Es imposible. No puedo llevarte metido ahí, todo el tiempo. Claro que quisiera, pero no puedo. Dios quiere que las cosas sean así.-
-Aunque no pueda quedarme a vivir allí, lo mismo soy feliz. Vos también sos feliz.-
-Muy feliz. Yo también soy muy feliz.-
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-Hace mucho que no me tirás las cartas.-
-Vos no crees en esas cosas.-
-Pero creo en vos. En tus dones de percherona. De puta bíblica.-
-En todo caso soy una puta de estas tierras. Las del gauchito Gil, las de la madre María, las tierras de Gilda.-
-No tenés ninguna imagen de Gilda.-
-Voy a conseguir una. Seguro que en San Telmo hay. En San Telmo hay de todo, libros esotéricos, de magia negra, de magia blanca. Productos químicos. Todas cosas que me excitan, que me calientan, que me convierten en una hoguera.-
-¿Cómo era Gilda?-
-No la conocí.-
-Tampoco conociste a la madre María ni al gauchito Gil.-
-Es cierto, pero siempre estuve cerca de ellos. Los estudié. Anduve por donde ellos anduvieron. En cambio con Gilda no. Apenas si leí uno que otro artículo en algún diario o revista. O vi algo por televisión.-
-¿Vas a conseguir alguna imagen de Gilda?-
-… Puede que sí, puede que no… Una nunca sabe… También me gusta cuando me chupás el culo. Cuando me metés tu lengüita bien adentro.-
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Él sentado en el sillón que está junto a la biblioteca, le dice:
-No me puedo acordar cómo nos conocimos. Quién nos presentó.-
-Yo. Me presenté sola. Te dije: Aníbal, soy Francisca. Y vos me dijiste: ¿La esposa de Federico? Y yo te corregí: La ex esposa. ¿Te acordás dónde fue?-
-En la exposición de fotos, de la Galería del San Martín.-
-Ves cómo vas haciendo memoria.-
-Estabas con un tapado gris. Muy elegante. Como ahora. Como siempre.-
-Gracias.-
-Es increíble que me haya olvidado.-se reprocha él.
-Tendrías otros intereses más importantes,  que pensar en mí.-le dice ella con un tonito provocador, mientras se le acerca y apoya sus piernas en las de él.
-Jamás te vi con Federico. Él apenas si me hablaba de vos.-
-Lo sé. Pero Lucrecia, sí te hablaba de mí.-
-Mucho.-
-Supongo que así aprendiste a conocerme.-le dijo ella, presionando sus piernas contra las de él.
-Al principio sí.-
-En cambio yo me enteré de vos por Federico. Siempre me hablaba de vos. En realidad, le hablaba de vos a todo el mundo. Envidia.-le explicó ella.
-Yo creía que era admiración.-dijo él, con una sonrisita.
-No seas cínico.-le respondió ella, y se alejo, para sentarse en la silla que está junto al espejo.
-¿Te enojaste?-le preguntó él.
-Una bruja como yo, jamás se enoja con un tipo como vos.-le dijo ella, con una sonrisita.
-¿Y por qué te fuiste a sentar tan lejos?-
-No es tan lejos.-
-Me gustaba sentir tus piernas contra las mías.-
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-Sos débil.-lo desafió ella.
-Somos débiles.-le retrucó él.
-Por eso hay tanto amor entre nosotros. Somos dos seres angustiados.-
-¿Y Federico y Lucrecia, qué son?-
-Dos turistas. Andan por la vida de turistas. No conocen la angustia. Son  narcisistas. Por eso nunca se deprimen. No se preguntan por qué están por aquí, en la tierra. Ellos van de compras todo el tiempo, viven de shopping.-
-¿Tan pobres los conciderás?-
-Sí.-
-¿Y qué hacías vos al lado de Federico?-
-Era una pendeja cuando me enganché con él. Me lleva casi veinte años.-
Se hizo un largo silencio, hasta que ella dijo:
-Me trataba como a una minusválida. Todo mi mundo le parecía, y estoy segura que le sigue pareciendo, infantil, lleno de fantasías. De horrorosas fantasías. Torpe. Para él fui y seré una niña torpe, incapaz de vivir en la realidad, por eso me refugio en la magia, en lo esotérico, en el universo de la brujería. -hizo una pausa y prosiguió:- No sólo me interesa saber por qué estamos aquí, por qué nos pasa lo que nos pasa, quiero saber que nos va a suceder después. No, no me digas nada.-se adelanta ella, a la intención de Aníbal de interrumpirla- Quiero saber qué nos espera después. Necesito saberlo…-
-Nunca lo sabrás.-
-No me importa. Seguiré buscando. Seguiré rodeada de las fotos de mis muertos. Les preguntaré a esos rostros, a esas miradas detenidas, fijas, a esas miradas sepias, a esos rostros sepias. Hurgaré en ellos.-esto lo dijo en un tono de poseída.
-Ahí tampoco hay respuestas.-
-No me importa. ¿Vos no sentís necesidad de saber?-
-Yo sé.-
-¿Qué sabés?-
-Que es inútil. Que nunca sabremos.-
-¿Y eso te conforma? ¿Te calma el miedo, la angustia?-
-Nada me calma, nada me conforma, es así.-
-Te admiro.-
-¿No será que me envidías?-
-Sos injusto. No conozco la envidia.-
-Perdoname.-
-El amor no es suficiente, Aníbal.-
-Lo sé. Pero no hay salida. Al final del túnel no se ve ninguna luz.-
-Igual no me resigno. Seguiré buscando.-
-Seguramente llegarás a Ítaca, pero Ítaca no te va a revelar nada.-
-Te amo.-
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Ella se levantó de la mesa y le dijo:
-Voy hacer pi-pi.-
-¿No querés que te acompañe?-
-¿Para levantare la pollera o bajarme la bombacha?-
-Las dos cosas.-
-Entonces vení, acompañame.-
La siguió. En el baño, ella le dijo:
-Aquí me tiene señor, proceda.-
Él con delicadeza le levantó la pollera y le bajó la bombacha. La pollera era amplia y verde, la bombacha negra. Ella se sentó en el inodoro mirándolo fijamente y sonriéndole. Él también la mira y le sonríe. Ella le dijo:
-Sé en qué estás pensando.-
-¿En qué? Bruja.-
-En el Tango del viudo.-
Ante la provocadora respuesta, él le dijo:
-Por verte, por oírte orinar, por verte, por oírte vertiendo una miel delgada, te amo.-
-Dame un beso.-le pidió ella.
Él la besó en la boca.
-Lo nuestro no debería acabar nunca.-le dijo ella.
-El suicidio. El suicidio.-repitió él.
-No.-
-Sí.-
-Nunca.-
-Ahora somos felices, pero la felicidad no dura.  Qué mejor momento que este. Ahora la hemos atrapado. La hemos hecho nuestra. Qué mejor, y más bello, que terminar abrazados juntos.-
-No quiero que pienses así. No quiero.-
Se quedaron mirándose en silencio. Él le dijo:
-Te voy a reventar.-
-Haceme lo que quieras.-
-Te voy a humillar.-
-Humillame.-
Terminó de orinar. Se pone de pie. Se saca los zapatos. Se quita la bombacha, la deja caer al suelo. Se quita la pollera, la deja caer al suelo. Él la mira, la observa, la deja hacer. Ella empieza a sacarse el sweter, y le dice:
-Ayudame.-
La ayuda. Se queda en corpiño. Se lo quita. Sus pechos muestran todo su esplendor en ese cuerpo alto, moreno, donde las líneas rectas y curvas se conjugan para que la belleza a la que dan vida, ejerza su poder de seducción tiránico, despótico, caprichoso.
-Es imposible no desearte.-le dice él.
-Estoy hecha para eso, para que me desees.-le dice ella y gira sobre sus pies dándole la espalda.
Él comienza a desvestirse. Ella permanece quieta. Espera. Espera. Él queda totalmente desnudo. Con una mano toma su miembro, lo levanta y comienza a orinarla. Ella se estremece.
-Francisca.-
-¿Qué?-
-Somos nosotros. Vos y yo. Somos el amor. El deseo. El miedo. La angustia.-
-Quiero vivir. Quiero que vivamos. No quiero la muerte.-
-Es inútil.-
La orinó toda.
-Vamos a la cama.-le propuso ella.
Salen del baño. Entran en el dormitorio. No encienden ninguna luz, la del pequeño corredor alcanza para distinguir los muebles. Ella le dice:
-No te pongas nada. No quiero que uses forro. No sólo quiero sentir tu pija desnuda, también quiero sentir cuando me acabes, donde sea: en la concha, en el culo o en la boca, quiero sentir toda tu leche. Quiero sentir la tibieza de tu leche deslizarse, correrse, liberarse dentro de mí. Sí, quiero sentir ese espeso manantial caliente, ese sulfato de cal roja, ese sol secreto, quiero sentirte mío, quiero ser tu perra.-y se echó sobre la cama, con las piernas y los brazos bien abiertos.
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Los dos, desnudos, entraron en el living, ella, en una mano lleva un vibrador símil piel. Él toma la muñeca negra de la silla y la pone sobre uno de los ponchos. Ella agarra la silla donde había estado la muñeca y la coloca frente al espejo. Al vibrador lo apoya sobre el baúl, de modo que le sea fácil alcanzarlo.
Él se sienta en la silla. Se mira en el espejo. Le sonríe a su imagen. Francisca se interpone entre el espejo y Aníbal. Ella queda de pie frente a él. Se arrodilla. Le agarra el miembro. Lo comienza a acariciar con las dos manos. El miembro, poco a poco, va tomando grosor. Se lleva el miembro a los labios. Lo besa. Lo introduce en su boca. Siente ese trozo de carne en sus labios, en sus dientes, en su lengua, en su paladar, en sus encías. Ella percibe, con placer, cómo va creciendo, cómo se endurece. Él le acaricia el pelo. Él, suavemente, le empuja la cabeza hacia sí, para que el miembro penetre más en su boca. Ella, con satisfacción, con gozo,  realiza su tarea. Claro que se sabe sumisa, mansa, pero también se sabe señora, dueña, ama, al sentir como ese miembro responde a sus órdenes.
Él goza del contacto de su miembro con esa lengua, ese paladar, esos dientes, esas encías, esa saliva que tantas veces mezcló con la suya, esa saliva que reconoce, como reconoce el flujo vaginal de ella, de Francisca.
Aníbal la recorre con la mirada, la vigila, la acecha, detecta los mínimos gestos,  los  pequeños  movimientos,  la  lentitud,  ve  su  cabeza,  su nuca,
la espalda, el comienzo de las nalgas. Cuando alza la vista, todo eso, se refleja en el espejo.
         -Levantate.-le dice él.
         Ella no obedece, sigue chupando el miembro de él, ahora con avidez, con codicia, con voracidad.
         -Levantante.-le vuelve a decir él.
         Ella, lentamente, se quita el miembro de su boca, y se pone de pie. Él le dice:
         -Date vuelta. Dame el culo.-
         Ella se da vuelta, se toma las nalgas con las manos y las abre, una vez más, le ofrece el culo, el agujero del culo.
         Él, con una mano, dirige su miembro en pos de ese pozo ciego, da con él, y comienza, despacio, a avanzar hacia su interior, y empieza a percibir una nueva forma de placer, y sabe que esa nueva forma de placer también la siente ella.
         -Por favor Aníbal, por favor.-susurra ella.
         -Por favor Francisca, por favor.-susurra él.
         Ella trata de separar más sus nalgas. Él trata de avanzar más con su miembro. Penetra. Hurga. Avanza. Retrocede. Avanza. Retrocede. Avanza.
         -Por favor Francisca, por favor.-repite él, en voz muy baja.
         -Por favor vos. ¡Por favor vos!-exclama ella.
         El espejo les permite acechar cada uno de sus movimientos, de sus gestos, de sus miradas. El espejo los muestra en plena lucha. Ella tiende la mano hacia el vibrador. Lo alcanza. El vibrador tiene puesto un preservativo. Ella abre sus piernas, y con cuidado y muy lentamente, va introduciéndolo en su vagina. Lo enciende, el vibrador comienza a vibrar dentro de ella, a vibrar dentro de su vagina. El rostro de Francisca es una pantalla donde se proyectan todas sus sensaciones: placeres, goces, alegrías, dolores. El rostro de Aníbal también refleja placeres, goces, alegrías. Él ejerce violencia sobre ella. Su miembro la penetra cada vez con más fuerza. Sus manos le oprimen, le aplastan los pechos. Ella introduce en su vagina el vibrador, lo más adentro posible. Ella suspira, gime, pronuncia ayees de dolor y de placer.
         -¡Hija de mil putas!-le grita él.
         -¡Hijo de mil putas!-le grita ella.
         .¡Te voy a reventar!-le grita él.
         -¡Me estás reventando! ¡Hijo de puta! ¡Seguí! ¡Seguí!-le pide ella.
         Cada envestida de él es más potente, más vigorosa, más violenta, más desesperada. Le clavó las uñas en las tetas. Ella se quejo. Él descargó su manantial caliente. Francisca sentía como ese sulfato de cal roja, ese sol secreto estalla dentro de ella y la recorre como un infinito, como un grito inmortal, ajeno a toda muerte.
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         Ella se quitó, con cuidado, el vibrador de su vagina. Lo volvió a poner sobre el baúl. Se puso de pie, se volvió hacia él, y sonriendo le dijo:
         -Te diste el gusto, me reventaste.-
         -No seas hipócrita. Los dos nos dimos el gusto.-le dijo él, devolviéndole la sonrisa.
         -Te amo.-le dijo ella.
         -Yo también te amo.-le dijo él.
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         Francisca, tendida en la cama, esperaba escuchar el ruido de la puerta cuando Aníbal saliera. Ese momento tardó en llegar, más que de costumbre. Al fin oyó abrir y cerrar la puerta.
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         Al rato se levantó. Anduvo por el baño y la cocina. Más tarde entró en el living, súbitamente, una fuerza, un rayo, una luz, alguien le informa que la muñeca negra no está en ningún lado, ni sobre la silla, ni sobre el baúl, ni tirada en el suelo.
         Fue hasta el pequeño corredor que une todas las habitaciones, y miró la imagen del gauchito Gil, tenía la vela apagada, miró la imagen de la madre María, tenía la vela apagada.
         Regresó al living. Se fijó la hora en el antiguo reloj de péndulo, y en voz alta, se dijo:
         -Ya todo habrá terminado: la angustia, el miedo, la felicidad.
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