En mi último suspiro, Buñuel
nos dice (me dice) que está solo y
viejo, que lo único que imagina es el caos. Que el sol es más cálido cuando
somos jóvenes. Que el mal a ganado la batalla. Que el azar es impotente.
A medida que nuestra edad avanza, el
tiempo transcurre más rápido. Cuando uno es joven, tiene la sensación, que
tenemos tiempo de sobra para llevar a término nuestros proyectos.
Recién a los setenta y cinco años empezó
a detestar la vejez. Aunque encontraba
cierta liberación al no estar más atado
al deseo sexual. Ya no ambicionaba nada: ni una casa a orillas del mar, ni un
“Rolls- Royce”, tampoco objetos de arte.
Cuando en la calle o en un hotel veía
a un hombre viejo y muy débil le decía a la persona que estaba con él -ahora me lo dice a mí, que leo estas
memorias y las reescribo, porque en este
momento, soy el único que está con él-: “¿Has visto a Buñuel? ¡Qué ruina!”
También cuenta que relee La vejez, de Simone de Beauvoir. Si él me pudiese escuchar, le diría: Mi madre en sus últimos años también
releía La vejez. Yo no sé si la leeré, no creo tener coraje para hacerlo.
Aunque que hice mi última película a
los setenta y siete años, sentía pudor de exhibirme en traje de baño en las
piscinas. Diría que hasta entonces mi vida en buena medida se mantenía activa,
recién en los últimos cinco años empezó verdaderamente la vejez. He empezado a
quejarme de las piernas, luego de los ojos, y de la cabeza: olvidos, falta de
concentración. La vesícula me llevó a internarme en un hospital, y fui
alimentado con suero. Me horroriza el hospital. Al tercer día, arranqué los
hilos y los tubos y me fui a casa. En 1980 me operaron de la próstata. En 1981,
otra vez la vesícula. Mi salud se ve rodeada de amenazas. Soy consciente de mi
decrepitud.
Me es fácil establecer mi diagnóstico:
soy viejo. Esa es mi principal enfermedad. Sólo me siento bien en mi casa, fiel
a mi rutina cotidiana. Me levanto, tomo café, hago media hora de ejercicio, me
lavo, tomo otro café y como algo. Ya son las nueve y media o las diez. Salgo a
dar una vuelta manzana, y luego me aburro hasta el mediodía. Mis ojos son
débiles. Sólo puedo leer con una lupa y una iluminación especial, lo que me
fatiga pronto. Mi sordera me impide desde hace tiempo escuchar música. Entonces
reflexiono, echando frecuentes miradas al reloj.
El mediodía es la hora del aperitivo,
lo tomo muy lentamente en mi despacho.
Después de comer, me hecho en el
sillón, y duermo hasta la tres. De tres a cinco es cuando más me aburro. Leo
algunas líneas, contesto alguna carta, acaricio algunos objetos. A partir de la
cinco, las miradas al reloj se multiplican, ¿cuánto tiempo tengo hasta el
segundo aperitivo, que tomo a las seis de la tarde? A veces escamoteo una hora.
También a veces recibo algunos amigos y charlo con ellos. Ceno a las siete con
mi mujer y me acuesto temprano.
Desde hace cuatro años no voy al
cine, a causa de mi vista, de mi oído, de mi horror a la multitud, y nunca veo
televisión.
A veces paso una semana entera sin recibir visita. Entonces me siento abandonado. Pero a
veces interviene el azar, y llega alguien que no esperaba. Y al día siguiente
vuelve a intervenir el azar y cuatro o cinco amigos vienen a verme y pasan la
tarde conmigo. Alcoriza, Juan Ibañez, que bebe coñac a toda hora, y también el
padre Julián, un dominico moderno, excelente pintor y grabador, autor de singulares
películas. Claro que hablamos sobre la fe y la existencia o no, de Dios. Como
ante mí tropieza con un ateísmo sin fisuras, un día me dijo:
-Antes de conocerlo, había veces que
sentía vacilar mi fe. Desde que hablamos, mi fe se ha reafirmado.-
Yo puedo decir otro tanto de mi
incredulidad.
En medio de esta existencia minuciosamente
reglamentada, la redacción de estas memorias, con la ayuda de Carriére, ha
constituido una efímera revolución. Lo cual me permite no cerrar la puerta por
completo.
Para mí,
que leo mi último suspiro -y que sin
pudor me meto en él y elimino palabras y
agrego palabras y a veces les cambio el sentido para acomodarlas a mis
intereses, a mis ideas, como un sangriento tirano, como un vulgar Catón- es un regaló de la mujer de mi vida, con la más
bella y cruel dedicatoria, que una bella mujer le puede dedicar a un hombre;
sucede, mejor, nos sucede a ella y a mí, algo que Osvaldo Rossler nos repetía:”No
es bueno que alguien nos conozca demasiado”. Justamente eso nos sucede a nosotros.
Su dedicatoria no es inocente. Nada de lo que esta bella señora, decida sobre
mí, es inocente. Y está bien que así sea. El amor está hecho de excesos. Y la
pasión exige destrucción para volver embellecernos.
Jorge Smerling, leyó la dedicatoria y
la fecha de la misma, y me preguntó, si en esa
época estábamos juntos, le contesté:
-Siempre estuvimos juntos.-
Lo que Buñuel cuenta a continuación, lo relaciono con el ajedrez. Dice,
en realidad me dice, sí, soy tan soberbio que siento y pienso que se dirige a
mí. Seamos sinceros, si no fuese soberbio no podría hacer lo que estoy
haciendo, sin soberbia no hay poesía. La soberbia en el arte es tan justa y tan
necesaria como el azar. Sin azar no habría arte, y sin soberbia tampoco.
Desde hace un tiempo, escribo en un
cuaderno los nombres de mis amigos desaparecidos, a ese cuaderno lo llamo El libro de los muertos. Lo hojeo con
bastante frecuencia. Ya contiene centenares de nombres, encolumnados por orden alfabético. Los
militantes del grupo surrealista están marcados con una cruz roja. 1977-1978
fue un año fatal para el grupo: Man Ray, Calder, Max Ernst y Prévert. Está claro porque lo relaciono con el arte
de la diosa Caissa. Es como si Buñuel estuviese anotando en ese cuaderno a todos los que ya recibieron jaque mate.
Hace tiempo que el pensamiento de la
muerte me es familiar. Pero no hay gran cosa que decir de la muerte cuando se
es ateo como yo. Nada me espera, que no sea el olor dulzón de la podredumbre. Tal vez me haga incinerar para
evitar eso.
Sin ilusión sobre la muerte, me digo
que una muerte repentina es envidiable, como la de Max Aub, que murió de pronto
mientras jugaba a las cartas. O jugando
al ajedrez. Esto ya lo escribí en un poema a Vallejo. Como carezco de pudor, lo
vuelvo a escribir.
Desde hace varios años, cada vez que
abandono un lugar que conozco bien, como París, Madrid, Toledo, El Paular, me
detengo un instante para decir adiós a ese lugar, porque pienso que lo estoy
viendo por última vez. Claro que a veces regreso a un lugar del cual me he
despedido. No importa, al marcharme, me despido por segunda vez.
Si hubiese una tercera o una cuarta, haría lo mismo.
Cuando me preguntan por qué viajo
cada vez menos, respondo: “Por miedo a la muerte”. Ya sé que hay tantas
probabilidades de morir aquí como en cualquier otro lugar, pero para mí sería atroz que la muerte me sorprendiera en una
habitación de hotel, en medio de maletas abiertas y papeles desordenados.
Igualmente atroz, o peor, me parece
la muerte diferida largo tiempo por técnicas médicas, esa muerte que todos sabemos
que va a llegar, y los médicos, más que
nadie, y la demoran perversa y fanáticamente. Los médicos han inventado la más
refinada de las torturas modernas: la supervivencia. He llegado a comprender a
Franco, se lo mantuvo artificialmente vivo durante meses. Es criminal.
Estoy convencido, que en el futuro
habrá una ley que contemple la eutanasia, el respeto a la vida humana no tiene
sentido cuando conduce a un largo suplicio para el que se va y para los que se
quedan.
¿Volveré a releer mi último
suspiro? De todas maneras al regresarlo a mi biblioteca, le digo adiós. Y
si alguna vez vuelvo a él, al cerrarlo volveré
a decirle adiós. Le diré adiós toda las veces que ello ocurra.
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