(a Carmen)
Señora, a mí tampoco nada ni nadie me impediran escribir palabras que le canten.
A mí también el corazón me ordena ir hacia usted y yo no tengo cadenas en las muñecas ni en la cintura ni en los tobillos que me anclen a un crucero en una noche de tempestad.
No tengo razones para decirle no a mi corazón.
Por lo tanto yo también puedo hablar de su mirada y de su boca y de su risa y cantar que todo eso es un rayo de luna estremecido de follaje, pero jamás podré decir que su belleza es provocada por el desorden de su rostro,
en su rostro hay luz, luminosidad, cielo.
No puedo hablar de la crueldad de su pelo, pero sí decir que cuando entró en el salón giré como un girasol hacia el sol para verla y no tuve la intención de arrodillarme a su paso ni de cubrirme los ojos por pudor, pero sí supe que el milagro había comenzado.
Victorio Veronese
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