Es evidente que el señor Hugo Biolcati es un testigo irreprochable de nuestra realidad presente y lector insuperable de nuestro pasado histórico. Es un hombre cuya vida fue esculpida a fuerza de coraje en los duros combates interiores, en la profundidad de su alma, donde se conjugan temor y temblor, tentaciones hacia el pecado de la carne, angustias y vértigos morales. Un testigo hipersensible ante el escándalo de la pobreza. Una espada, una coraza en defensa de los más elevados valores de nuestra argentinidad, ante aquellos que ostentan el poder con autoritarismo, soberbia, egoísmo, y arrogancia.
¿Qué sería de nosotros sin un hombre así?, cavila el profesor. Un hombre que no se detiene sólo en el aquí y ahora, se remonta al principio de nuestra historia, y cojonudamente se imagina junto a French y Beruti, es decir: se imagina armado. Y no sólo con French y Beruti, con sus amigos del alma, Buzzi, Garetto y Llambías, juntos los cuatro, como los tres mosqueteros, porque unidos jamás serán vencidos.
Es evidente que don Hugo Biolcati es heredero, si bien no de todas las virtudes de Hardoy, de muchas de ellas, como la de honrar la buena mesa, y esa aguda actitud de penetración intelectual de los procesos políticos, virtudes que lo convierten en figura consular de nuestra Argentina. Amen.
Biolcati, ¿jugará al ajedrez? Ante un voto positivo, quiere decir que
correré la misma suerte que si hubiera tenido que enfrentarme con
Hardoy.
Ya que estamos con los compañeros de la Rural, creemos que es oportuno recordarles a esos madrugadores laburantes de manos encallecidas y piel curtida por el sol, como los mellizos de Ángellis, que un general de la Nación, se sentó en el supuesto sillón de Rivadavia, no por la voluntad popular, sino por la fuerza de las armas, a ese general, no le quitaba el sueño la suerte de millones de argentinos, sus preocupaciones discurrían por otros andariveles, por eso estaba ocupado en conseguir un carruaje del siglo XIX o principios del XX, para hacer una entrada triunfal en el predio de la Exposición Rural de Palermo, y lo hizo. Este caballero armado solía afirmar, con su estampa de soldado aguerrido: “¡Cuando me pongo la gorra, me pongo la gorra!”. Lo cual debía ser una metáfora de: “¡Cuando me pongo la gorra, se acabó la joda! ¡¡Tiemblen!!”. Ese tipo, entrando en la Rural, se habrá sentido un San Martín cruzando Los Andes, un patriota americano dándole la libertad a Chile y a Perú.
Sí compañeros, el general Juan Carlos Onganía entró en carroza real a ese territorio enemigo de la Patria, emplazado en plena Capital de la República, y fue ovacionado y aplaudido, por ese público de manos encallecidas y piel curtida por el sol.
VICTORIO VERONESE - 2013
http://www.cuadernosdeveronese.blogspot.com
Ya que estamos con los compañeros de la Rural, creemos que es oportuno recordarles a esos madrugadores laburantes de manos encallecidas y piel curtida por el sol, como los mellizos de Ángellis, que un general de la Nación, se sentó en el supuesto sillón de Rivadavia, no por la voluntad popular, sino por la fuerza de las armas, a ese general, no le quitaba el sueño la suerte de millones de argentinos, sus preocupaciones discurrían por otros andariveles, por eso estaba ocupado en conseguir un carruaje del siglo XIX o principios del XX, para hacer una entrada triunfal en el predio de la Exposición Rural de Palermo, y lo hizo. Este caballero armado solía afirmar, con su estampa de soldado aguerrido: “¡Cuando me pongo la gorra, me pongo la gorra!”. Lo cual debía ser una metáfora de: “¡Cuando me pongo la gorra, se acabó la joda! ¡¡Tiemblen!!”. Ese tipo, entrando en la Rural, se habrá sentido un San Martín cruzando Los Andes, un patriota americano dándole la libertad a Chile y a Perú.
Sí compañeros, el general Juan Carlos Onganía entró en carroza real a ese territorio enemigo de la Patria, emplazado en plena Capital de la República, y fue ovacionado y aplaudido, por ese público de manos encallecidas y piel curtida por el sol.
VICTORIO VERONESE - 2013
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