miércoles, 3 de mayo de 2017

aparicion en el bosque de los trebejos


APARICIÓN EN EL BOSQUE DE LOS TREBEJOS



           La leyenda cuenta que fue, precisamente, en el Bosque de los Trebejos; llamado así porque solían reunirse en él distintos grupos de aficionados y maestros a jugar al ajedrez. Pero esa mañana, al costado de un largo sendero del denso bosque, sólo se hallaban dos jóvenes sentados en un viejo tronco, jugando una partida de ajedrez.
Era media mañana y los rayos de sol se filtraban a través de las hojas de los altos árboles, dándoles una luminosidad muy particular a los dos jugadores. Más que dos seres reales, parecían dos seres pintados, en un paisaje que también parecía pintado. Tal vez la hora, tal vez el aire, tal vez el aroma de las flores, el vuelo de los pájaros, hacía que todo pareciese encantado.
Los jugadores, sin hablar, movían, cada uno a su turno, las piezas. El canto de los pájaros no los perturbaba, porque no agredía ese silencio necesario para concentrarse en los infinitos laberintos del milenario juego. El canto de los pájaros no agredía ese silencio, era parte del silencio de ese majestuoso bosque.
Allá, al fondo, casi al final del camino, alguien avanza hacia ellos. Los jóvenes, compenetrados en el juego, no advierten esa figura ágil, flotante, liviana como el aire, vestida con un largo traje de tul de dos colores: uno claro y otro oscuro (uno blanco y otro negro).
¿Quién es? ¿Quién era? ¿Quién será? ¿Qué hace en el Bosque de los Trebejos? ¿Es un ser real? ¿Un hada? ¿Acaso una visión?
Continúa avanzando hacia los jugadores. Ellos siguen concentrados, en busca de la mejor jugada, en cada posición. Ella, la figura real o imaginaria, hacia ellos camina...
Camina es una manera de decir, porque más que caminar, con sus bellos pies descalzos parece flotar, no pisar el suelo de tierra color ladrillo. Parece alada, suspendida a centímetros del suelo.
¿Quién es? ¿Quién será?
Joven, bella, elegante, trajeada con sus tules, con su largo cabello que le cae hasta la cintura adornado con flores, con la mirada atenta, la sonrisa leve, suave, delicada, misteriosa.
Ya está, pocos metros la separan de los jugadores, unos pocos pasos más de esos pies alados, venidos quién sabe de qué confines, de qué territorios desconocidos.
Llegó. Se detuvo. Dejó de flotar. De volar. Pero igual parecía que no apoyaba sus bellos pies desnudos en el suelo; estaba detenida, como suspendida en el aire. Fue precisamente en ese momento, que los dos jugadores alzaron al mismo tiempo sus cabezas en dirección a esa figura y, sorprendidos y embelesados, exclamaron, también al mismo tiempo:
-         ¿Quién eres? – le preguntó Anselmo, el primer jugador, el que conducía las piezas blancas.
-         ¿Quién sos? – le preguntó Dieguito, el segundo jugador, el que conducía las piezas negras.
-         Caissa – dijo ella con una voz transparente y firme.
-         ¡¡La diosa del ajedrez!! – dijo Anselmo.
-         La misma – contestó ella con el mismo tono que había pronunciado su nombre.
-         Eres bellísima – dijo Anselmo.
-         Sos bellísima – dijo Dieguito.
-         Gracias – les dijo ella.
-         ¿Sabes que eres una de las deidades más misteriosas? – preguntó Anselmo.
-         Lo sé – contestó la joven diosa con orgullo
-         ¿Es infinito el ajedrez? – volvió a preguntar Anselmo.
-         Casi infinito – respondió ella.
-         Entonces algún día se conocerán todas las movidas, todas las posibilidades de tu fascinante juego – dijo Anselmo.
-         Seguramente; pero eso no le quitará fascinación – le dijo ella con una sonrisa segura.
-         La computadora – dijo Dieguito.
Ella se quedó mirándolo en silencio. Después de unos segundos, Dieguito le preguntó:
-         ¿Sabés de lo que hablo?
-         Claro que lo sé – le dijo ella
-         ¿Y no tenés miedo?
-         ¿Por qué tendría que tener miedo? – le dijo ella.
-         La computadora – insistió Anselmo.
-         ¿Y qué tiene; qué tiene de fascinante? ¿Qué tiene de fascinante un automóvil, un tren, un avión, en ganarle a correr a un hombre? Nada. Es lo que corresponde. No veo fascinación en ello; veo una lógica. Que, si ustedes me permiten, diría que es primitiva. La fuerza bruta vence...
-         La computadora no es una fuerza bruta – le interrumpe Dieguito.
-         No dije que la computadora sea fuerza bruta...
-         ¡Cómo que no dijiste! – dijo Dieguito alzando la voz.
-         ¡Claro! – intervino Anselmo apoyando a Dieguito.
-         No se apresuren; déjenme explicarles – dijo ella con tono calmo.
-         Te escuchamos – dijo Anselmo.
-         Ustedes están jugando una partida de ajedrez, ¿no? – preguntó ella.
-         Sí.
-         Sí.
-         Aquí están el tablero y las piezas, ¿cierto? – volvió a preguntar ella con tono calmo.
-         Sí.
-         Sí.
Ella ahora, dirigiéndose a Anselmo, le preguntó:
-        ¿Tú permitirías que él, tu adversario – lo señaló con un leve movimiento de su cabeza- consultara un libro mientras juega contigo?
-        ¡Nunca! – respondió con rapidez Anselmo.
-        ¿Por qué? – le preguntó la Diosa; esta vez había en su sonrisa una pequeña, pequeñísima ironía.
-        Sería ilegal. Sería como hacer trampas.
-        Sabía que me ibas a decir esto – le dijo ella, triunfante.
-        ¿No tengo razón? – se defendió Anselmo.
-        Claro que tienes razón. ¿Dónde estaría el mérito de tu rival, si te ganara consultando libros de ajedrez? – le dijo la Diosa, y se quedó esperando una respuesta.
-        Casi no habría mérito... o no habría ningún mérito – contestó Anselmo.
-        Pues entonces, ¿en dónde está el mérito de la computadora, que te gana a ti o a tu rival, o a quien sea, teniendo un archivo donde consultar cuál es la mejor jugada, en las distintas posiciones? ¿Acaso no nos damos cuenta que esta tecnología, de alguna manera, nos hace trampas? La computadora, claro que sirve. Y mucho. Muchísimo. Para todo aquel que quiera estudiar, investigar, y así avanzar y descubrir los secretos de mi fascinante juego. Pero es absurdo pretender que un hombre le gane a la computadora. Nadie pretende que un hombre corra a pie contra un Fórmula Uno y le gane. Nadie. Entonces, por qué sostener y alimentar ese deseo perverso: que un hombre venza a la computadora. Bienvenidos sean los programas Deep Blue, Deep Junior, Genius, Fritz. Bienvenidas sean todas las mentes electrónicas... pero como cerebros electrónicos, no para competir con el hombre; para servir al hombre. Perdónenme que los haya interrumpido. No se hace. Pero tenía deseos, y no sólo deseos, tenía una necesidad profunda de tener esta charla con ustedes. Ahora los dejo; debo irme. Continúen jugando el más fascinante de los juegos, haciendo maravillosos cálculos matemáticos, y descubriendo y creando las más bellas y fantásticas figuras geométricas. ¡Suerte; buena suerte!

          Y con estas palabras, la diosa Caissa desapareció tan misteriosamente como había aparecido.
Los dos jóvenes jugadores, sorprendidos por esta aparición, quedaron fascinados, y fascinados volvieron a jugar al más fascinante de los juegos.