APARICIÓN EN EL BOSQUE
DE LOS TREBEJOS
La
leyenda cuenta que fue, precisamente, en el Bosque de los Trebejos; llamado así
porque solían reunirse en él distintos grupos de aficionados y maestros a jugar
al ajedrez. Pero esa mañana, al costado de un largo sendero del denso bosque,
sólo se hallaban dos jóvenes sentados en un viejo tronco, jugando una partida
de ajedrez.
Era media mañana y los rayos de sol se filtraban
a través de las hojas de los altos árboles, dándoles una luminosidad muy
particular a los dos jugadores. Más que dos seres reales, parecían dos seres
pintados, en un paisaje que también parecía pintado. Tal vez la hora, tal vez
el aire, tal vez el aroma de las flores, el vuelo de los pájaros, hacía que
todo pareciese encantado.
Los jugadores, sin hablar, movían, cada uno a su
turno, las piezas. El canto de los pájaros no los perturbaba, porque no agredía
ese silencio necesario para concentrarse en los infinitos laberintos del
milenario juego. El canto de los pájaros no agredía ese silencio, era parte del
silencio de ese majestuoso bosque.
Allá, al fondo, casi al final del camino,
alguien avanza hacia ellos. Los jóvenes, compenetrados en el juego, no
advierten esa figura ágil, flotante, liviana como el aire, vestida con un largo
traje de tul de dos colores: uno claro y otro oscuro (uno blanco y otro negro).
¿Quién es? ¿Quién era? ¿Quién será? ¿Qué hace en
el Bosque de los Trebejos? ¿Es un ser real? ¿Un hada? ¿Acaso una visión?
Continúa avanzando hacia los jugadores. Ellos
siguen concentrados, en busca de la mejor jugada, en cada posición. Ella, la
figura real o imaginaria, hacia ellos camina...
Camina es una manera de decir, porque más que
caminar, con sus bellos pies descalzos parece flotar, no pisar el suelo de
tierra color ladrillo. Parece alada, suspendida a centímetros del suelo.
¿Quién es? ¿Quién será?
Joven, bella, elegante, trajeada con sus tules,
con su largo cabello que le cae hasta la cintura adornado con flores, con la
mirada atenta, la sonrisa leve, suave, delicada, misteriosa.
Ya está, pocos metros la separan de los
jugadores, unos pocos pasos más de esos pies alados, venidos quién sabe de qué
confines, de qué territorios desconocidos.
Llegó. Se detuvo. Dejó de flotar. De volar. Pero
igual parecía que no apoyaba sus bellos pies desnudos en el suelo; estaba
detenida, como suspendida en el aire. Fue precisamente en ese momento, que los
dos jugadores alzaron al mismo tiempo sus cabezas en dirección a esa figura y,
sorprendidos y embelesados, exclamaron, también al mismo tiempo:
-
¿Quién
eres? – le preguntó Anselmo, el primer jugador, el que conducía las piezas
blancas.
-
¿Quién
sos? – le preguntó Dieguito, el segundo jugador, el que conducía las piezas
negras.
-
Caissa – dijo ella con
una voz transparente y firme.
-
¡¡La diosa del
ajedrez!! – dijo Anselmo.
-
La misma – contestó
ella con el mismo tono que había pronunciado su nombre.
-
Eres bellísima – dijo
Anselmo.
-
Sos bellísima – dijo
Dieguito.
-
Gracias – les dijo
ella.
-
¿Sabes que eres una de
las deidades más misteriosas? – preguntó Anselmo.
-
Lo sé – contestó la
joven diosa con orgullo
-
¿Es infinito el
ajedrez? – volvió a preguntar Anselmo.
-
Casi infinito –
respondió ella.
-
Entonces algún día se
conocerán todas las movidas, todas las posibilidades de tu fascinante juego –
dijo Anselmo.
-
Seguramente; pero eso
no le quitará fascinación – le dijo ella con una sonrisa segura.
-
La computadora – dijo
Dieguito.
Ella
se quedó mirándolo en silencio. Después de unos segundos, Dieguito le preguntó:
-
¿Sabés de lo que
hablo?
-
Claro que lo sé – le
dijo ella
-
¿Y no tenés miedo?
-
¿Por qué tendría que
tener miedo? – le dijo ella.
-
La computadora –
insistió Anselmo.
-
¿Y qué tiene; qué
tiene de fascinante? ¿Qué tiene de fascinante un automóvil, un tren, un avión,
en ganarle a correr a un hombre? Nada. Es lo que corresponde. No veo fascinación
en ello; veo una lógica. Que, si ustedes me permiten, diría que es primitiva.
La fuerza bruta vence...
-
La computadora no es
una fuerza bruta – le interrumpe Dieguito.
-
No dije que la
computadora sea fuerza bruta...
-
¡Cómo que no dijiste!
– dijo Dieguito alzando la voz.
-
¡Claro! – intervino
Anselmo apoyando a Dieguito.
-
No se apresuren;
déjenme explicarles – dijo ella con tono calmo.
-
Te escuchamos – dijo
Anselmo.
-
Ustedes están jugando
una partida de ajedrez, ¿no? – preguntó ella.
-
Sí.
-
Sí.
-
Aquí están el tablero
y las piezas, ¿cierto? – volvió a preguntar ella con tono calmo.
-
Sí.
-
Sí.
Ella ahora, dirigiéndose a Anselmo, le
preguntó:
-
¿Tú permitirías que
él, tu adversario – lo señaló con un leve movimiento de su cabeza- consultara
un libro mientras juega contigo?
-
¡Nunca! – respondió
con rapidez Anselmo.
-
¿Por qué? – le
preguntó la Diosa; esta vez había en su sonrisa una pequeña, pequeñísima
ironía.
-
Sería ilegal. Sería
como hacer trampas.
-
Sabía que me ibas a
decir esto – le dijo ella, triunfante.
-
¿No tengo razón? – se
defendió Anselmo.
-
Claro que tienes
razón. ¿Dónde estaría el mérito de tu rival, si te ganara consultando libros de
ajedrez? – le dijo la Diosa, y se quedó esperando una respuesta.
-
Casi no habría mérito...
o no habría ningún mérito – contestó Anselmo.
-
Pues entonces, ¿en
dónde está el mérito de la computadora, que te gana a ti o a tu rival, o a
quien sea, teniendo un archivo donde consultar cuál es la mejor jugada, en las
distintas posiciones? ¿Acaso no nos damos cuenta que esta tecnología, de alguna
manera, nos hace trampas? La computadora, claro que sirve. Y mucho. Muchísimo.
Para todo aquel que quiera estudiar, investigar, y así avanzar y descubrir los
secretos de mi fascinante juego. Pero es absurdo pretender que un hombre le
gane a la computadora. Nadie pretende que un hombre corra a pie contra un
Fórmula Uno y le gane. Nadie. Entonces, por qué sostener y alimentar ese deseo
perverso: que un hombre venza a la computadora. Bienvenidos sean los programas
Deep Blue, Deep Junior, Genius, Fritz. Bienvenidas sean todas las mentes
electrónicas... pero como cerebros electrónicos, no para competir con el
hombre; para servir al hombre. Perdónenme que los haya interrumpido. No se
hace. Pero tenía deseos, y no sólo deseos, tenía una necesidad profunda de
tener esta charla con ustedes. Ahora los dejo; debo irme. Continúen jugando el
más fascinante de los juegos, haciendo maravillosos cálculos matemáticos, y
descubriendo y creando las más bellas y fantásticas figuras geométricas.
¡Suerte; buena suerte!
Y
con estas palabras, la diosa Caissa desapareció tan misteriosamente como había
aparecido.
Los dos jóvenes jugadores, sorprendidos por esta
aparición, quedaron fascinados, y fascinados volvieron a jugar al más
fascinante de los juegos.